En medio de un escritorio sucio, con vasos plásticos de café amontonados, derramando los sobrantes de su contenido sobre un piso insalubre, trazado por líneas de hormigas, yacía un autor frustrado. Reaccionaba violentamente, arrancando bocetos de personajes de un tablón sobre sí, desgarrando líneas de tiempo tentativas, y desechando esbozos de historias. Movimientos bruscos que tiraron al suelo un cenicero colmado hasta el tope de colillas de cigarrillos, y dirigieron el montón de hojas a un basurero, también estaba rebosante de ideas desechadas y narrativa abortada. Finales felices y amargos, conspiraciones y giros de tuerca siendo repentinamente eliminados del papel y de la mente, en una vorágine de autodesprecio y resignación. La endeble pared que sostenía el tablón recibía un estruendo tras otro de puntapiés y puñetazos; una retahíla violenta como la de un niño pequeño y una oda a la futilidad.
―Todo esto es un montón de basura ―gritaba el iracundo escritor, mientras observaba cabizbajo su envejecida mesa de trabajo, agrietada y media rota por los continuos ataques de rabia provocados cuando el hombre decidía que una de las ideas en las que estaba trabajando era estúpida. El ciclo de vida para cada uno de sus conceptos siempre era el mismo, y con el paso del tiempo, éste se hacía cada vez más breve. Una idea maravillosa, única e intrigante, desarrollada a lo largo de semanas donde el comer y el dormir eran meros suplicios, para más tarde perder el enganche y tirarlo todo por la borda. La relación con su musa inspiradora era una de amor-odio, un vaivén de peleas y reconciliaciones contaminando el proceso creativo de un hombre desolado, quien solo deseaba tener una gran historia para contar, y era la representación en vida de hasta qué punto puede un hombre ser el crítico más severo de sí mismo.
Entonces, se iba al baño para mojarse el rostro, mirarse a los ojos enrojecidos por el desenfreno, y sollozar abiertamente; la cerámica blanca de ese lugar amplificando sus gimoteos y dejándolos escapar por la ventana, mezclándose con la cacofonía de una urbe industrial rodeada de complejos de apartamentos monocromos y tonos grises y apagados.
―¿Por qué no soy capaz de crear algo original? ¿qué debo hacer para darle forma única a mi trabajo? ―preguntaba para sí, conteniendo apenas sus sollozos. Habiéndose tranquilizado, iría donde su sillón y simplemente ahogaría sus penas entre botellas de whisky barato y un televisor pequeño, donde se pasaría la noche. La televisión era una vía de escape efectiva, la cual parecía nunca dejar de tener cosas por ofrecer, pero estas ideas a la larga se desgastaban. Entonces encendía su reproductor VHS, y procedía a colocar una película en él. Y otra.
Y luego otra, una y otra vez. Tenía un catálogo de cintas de todo tipo, conseguidas desde cualquier lugar del mundo. Estrenos con presupuestos millonarios, películas de clase B, grabaciones amateurs, piezas de colección de arte vanguardista sin pies ni cabeza, e incluso una caja llena de cintas pornográficas, vídeos snuff y cualquier mezcla de ambas que le llegaba de vez en cuando. Procedía a mirarlas una tras otra, por un tiempo indefinido, hasta aprenderse de memoria cada diálogo, escena y trama, cada personaje, cada mutis, cada clímax, cada coda. Este proceso acababa cuando una chispa de una idea fresca le brotaba, entonces apagaba el VHS y se dirigía a su escritorio, cogía papel y procedía a trazar repartos e historias. Pero un tiempo después, los golpes y las hojas arrancadas de cuajo repetían el ciclo una vez más.
Sus sueños le atormentaban. Los vídeos que ya había mirado tantas veces se entrecruzaban, los personajes se encontraban en tramas ajenas, y algunos hacían cosas completamente diferentes a como fueron planeadas, pero seguían siendo consistentes dentro de sus universos. Inconscientemente, se daba cuenta que cada uno de ellos le miraba con odio, como si desde el fondo de sus almas le detestaran. Fijos en un cuadro inamovible, en un escenario visitado, con roles ya vividos en una narrativa planeada mil y una veces. Una cárcel, cuya arquitectura mezclaba todas las demás cárceles existentes, pero no por ello dejaba de ser un lugar de encierro. Esa era la mente de este hombre, rodeada de muros impidiéndole escapar a la originalidad más allá.
Una fría mañana de mayo, luego de meses pegado a su reproductor de cintas, se percató que no había visitado su escritorio en todo ese tiempo, mientras pasaba por undécima vez un metraje de unos rusos haciendo acrobacias riesgosas sobre un lago cubierto de una fina capa de hielo. En general, solo bastaban unos días para ponerse manos a la obra, pero ahora era diferente; su musa hace tiempo que no le visitaba. Desconcertado, fue hasta su escritorio, seguro algo vendría mientras recorría su lugar de trabajo.
Se quedó allí, desde el mediodía hasta bien entrada la madrugada, esperando ese impulso de volver a llenar más hojas y tablas, pero nada pasó por su mente. Solo podía recordar sus sueños, amalgamas rotas de ideas, derivadas recursivamente y deformadas hasta parecer mosaicos grotescos de imaginar. Ni siquiera su basurero podía darle atisbos de las cosas que había creado y dejado atrás, pues sus ataques de furia nunca dejaban restos legibles recuperables. Solo había cenizas y trozos de papel humedecidos, con la tinta corrida y la pulpa deshecha.
Esa noche no fue capaz de conciliar el sueño, y más tarde durante el día tampoco pudo concebir ninguna idea nueva. Solo tenía en mente sus engendros conceptuales, y el odio palpable de los personajes formando parte de ellos, eliminando sus otros pensamientos, y privándole de descanso.
El pasar de los días hizo mella en su salud física y mental. Ahora sus ataques de frustración se debían a su sequía mental, pero era la primera vez que un puñetazo a la pared le dejaba la mano sangrante y adolorida. Al sexto día, podía oír a los personajes en su cabeza hablándole, maldiciéndole. Para el noveno día, gritaban continua y desgarradoramente, sin siquiera detenerse para coger aliento, en un coro tortuoso de nunca acabar. Su voluntad de vivir le abandonó al decimotercer día, habiendo dejado al autor reducido a una cáscara famélica y demacrada.
No tenía fuerzas siquiera para autoflagelarse, y había descartado el lanzarse desde su ventana por la terrible posibilidad de sobrevivir y no poder volver a intentarlo, así que acudió a su botiquín y mezcló todos los medicamentos a su haber, diluyéndolos en el poco whisky restante, para poder resquebrajar los condenados muros que habían enclaustrado su creatividad y su vida.
Mientras esperaba la liberación, sus pensamientos se hicieron más y más ruidosos, y casi parecía que le aturdían. Poco a poco, sus ojos le engañaban, viendo como las imagenes de su mente iban fusionándose en una silueta única, y tomaba forma corpórea delante de él. Podía verla, era su musa inspiradora, pero no tenía aspecto humano, mucho menos femenino. Era una criatura tentacular, mórbida y putrefacta; lucía como un primate deformado con las entrañas volteadas, pareciendo asfixiarla en posiciones incómodas. Sus ojos eran purulentos y su boca una cloaca dentada dando a lo más profundo de los infiernos. De allí, se emitían chillidos incesantes, que escupían una única cosa: odio.
Allí tenía el autor frustrado a su propia creación. La secuela del continuo abandono de sus ideas, el resultado de negarse a sus propios procesos creativos, y dejar que usurparan su propia mente los caminos ya explorados. Ella era la consecución de todos, el símbolo de su renuncia. Odio eterno, transfinito, desde todas las dimensiones imaginables, abarcando desde el génesis del universo hasta su muerte térmica y más allá.
Corriendo de su escritorio, la entidad estaba en todos lados donde miraba. Su videocasetera solo reproducía estática, pero de ella emergía otra vez el mismo cántico. Lentamente, podía sentir algo en su interior, el efecto del dulce veneno ingerido. Pero no veía la libertad, mas sentía cómo los muros se cerraban sobre sí. Muros encerrando su alma por su prejuicio, su abandono. Destinado a derivar a partir de otros, hasta que la entropía sea lo único remanente.
En la radio local de las noticias, se hablaba del accidente en el piso nueve de aquel departamento. Irrecuperable, con prácticamente todos los objetos de valor convertidos en hollín y humo. Salvo la videocasetera, intacta, con una película dentro. Un vídeo se reproducía, pero siempre era diferente. Personajes alternos, escenas cambiadas, trama distinta.