Era el cumpleaños de Martha y desde hacía un año podían tener un momento de tranquilidad. Es por eso que sus ojos se iluminaron y sonrió por primera vez en meses cuando su madre le dijo que iba a traer su comida favorita. Nada de esas porquerías sintéticas que vendían en los supermercados.
Cada día era lo mismo. Mary, su madre, dejaba sola a su hija en busca de recursos. En ocasiones los compraba por dólares, pero cada día se usaban menos hasta ser papeles casi inservibles. Lo normal entre los asentamientos cercanos era agruparse para asaltar supermercados de ciudades abandonadas y recoger las latas en conserva y demás alimentos no perecederos. Para lo único que servía el dinero era para el antídoto.
Como todos los días desde hacía un año, Mary recordaba la vida en la ciudad antes de la gran hambruna del 86. Con la excepción del condado de Clark, que sufría otra clase de problemas, todos los habitantes de Nevada sufrieron de bajadas de la tensión y fatigas, y habían rumores de que la gente tenía gelatina por sangre. Luego, los animales cayeron. Sus cuerpos rechazaron el antídoto y no se vio rentable producir otro. Los vegetales eran escasos y muy caros para alguien como Mary.
Después de tres meses, las deudas ahogaron a la familia de Mary y no podían permitirse otra dosis de antídoto para los tres. Su marido se convirtió en lo que llamaban un derretido, exudando la sangre y demás fluidos transmutados en gelatina. Mary no tuvo más elección.
Eso le costó a Mary ser acusada de homicidio en primer grado y huir junto a su hija a los desiertos sin ley. De una tímida mujer pasó a ser una aguerrida superviviente capaz de portar armas y utilizarlas cuando se presentara la ocasión. Fue parte de numerosos asaltos a ciudades abandonadas e interceptaba los cargamentos del antídoto como una más.
El 17 de julio, era el cumpleaños de su hija y decidió organizar algo especial. Necesitaba una jeringuilla, una cuchara, un martillo y unos tarros.
Daba la casualidad de que era muy amiga de tres personas cuya dosis del antídoto se les acababa hoy. Les convenció de que fueran a Tonopah y asaltaran uno de los pocos supermercados intactos. Lo que había sido una pequeña ciudad vinculada con las fuerzas aéreas como Tonopah ahora era un monumento al silencio. Los cadáveres de los habitantes eran más útiles como sacos de dormir que para otra cosa.
Mary recordaba desde hace años la excusa que soltaron: era todo por el bien de la nación, el peligro rojo se está expandiendo, debemos permanecer ante la tiranía de… Excusas poco preparadas. El país tenía una idea de lo que pasaba al sur de Tonopah o en Groom Lake.
Pero eso ya no importa. Importa la familia, el día a día y vivir.
Llegaron al supermercado indicado. Ya dentro, Mary puso en marcha su plan. Una vez que se separaron, Mary se acercó al primero sigilosamente y lo dejó inconsciente con el martillo. Cuando otro de sus amigos se había percatado del ruido hecho por Mary, esta tiró las botellas de cristal de las estanterías por el suelo para atraerle y procedió a hacer lo mismo que con el primero. Por desgracia, el último amigo se percató de Mary. Pero el coraje de una madre podía ante todo y antes de que él pudiera defenderse, ella lo dejó inconsciente al igual que sus compañeros.
Era una lástima haber hecho todo eso, pero se negarían si lo supieran. Aún cuando supieran que era por su hija. Empezó a extraer la auténtica gelatina y luego introducirla en tarros. Cuando la gelatina se desbordaba de sus cuerpos, usaba la cuchara. Con eso, llenó los tres tarros y los dejó ahí tirados como las otras pieles de fuera.
Mary cerró la puerta del supermercado para no dejar sospechas y se dirigió de vuelta a casa. Fue la primera vez que la pequeña Martha veía gelatina de verdad y lloró de felicidad. Cuando terminaron de cenar, la pequeña Martha recordó aquella conversación antes de ser una fugitiva:
— Mami, antes de irnos de casa, ¿le hiciste daño a papi?
— No, cielo. Papi quería lo mejor para las dos. Éramos sus corazoncitos.
— Pero te oí gritarle a los señores de uniforme. Me dijeron que me llevarían a un lugar mejor.
— Te mienten. Solo nos quieren separar y llevarte a un sitio lleno de niños malos, no como tú. Hazme caso porque eres una buena chica.
— Te haré caso, mami.
En ese instante, tanto madre e hija se fundieron en un sincero abrazo durante diez minutos.
Al irse a dormir, Mary suspiró aliviada al saber que su hija la comprendía.