[LIQUIDACIÓN EXITOSA]
Un vaso de agua. Un vaso de agua, reposando tranquilamente sobre una mesa. A eso se había reducido su vida. Castigo divino, pronunciado por dioses más allá de su entendimiento. Cerró sus ojos, o lo que quedaban de ellos, recordando aquél fatal día.
Su imperio era colosal, insondable, gigante. Le gustaban aquellas palabras. Pero no todo imperio se formaba sin sus enemigos. Oh, cuántas veces había batallado a su némesis. El ejército de la estrella azul, formidable enemigo, con sus corazas grises y sus brazos que escupían fuego. Más no lo suficientemente fuerte.
Solía vencer. Hasta aquél día, aquél nefasto día, en el que ellos vencieron. Y no tuvieron piedad, como él nunca la tuvo. Saquearon todo su imperio, lo redujeron a cenizas, y dejaron al rey allí, varado, en el océano. Lo dejaron, más ellos no sabían. Aunque lo intentase, su reducido tamaño lo dejaba indefenso ante el vencedor.
Vagó entonces por el mar, aún creyéndose de inmenso tamaño, encontrándose diferentes especies que nunca había visto. Peces desconocidos, otros familiares, todos ignorando su palabrerío. Más él no entendía que aquellas palabras que tanto le gustaban ya no lo caracterizaban.
Pero no solo vio peces. Pudo, finalmente, reencontrarse con una vieja conocida, una colosal serpiente, la cual se movía elegantemente en el océano. A pesar de la diferencia en tamaño, pareció reconocerlo. Pero ella era rápida, y él pequeño. Intentó alcanzarla, aún creyendo tener su velocidad, pero se quedó detrás, obligado a excavar el terreno en búsqueda de alimento.
Fue obligado a nadar por su cuenta, nuevamente, perdido en tan vasto cuerpo de agua. La marea lo llevó a un archipiélago, donde se encontró con un antiguo amigo; el archipiélago mismo. Siempre había sido más grande que él, por mucho. Envidiaba su tamaño, por supuesto, como siempre lo había hecho. Pero no pudo decirle nada, ya que seguía en su letargo. Incluso intentó despertarlo, agarrándolo con una de las pinzas que le quedaban, pero fue en vano.
Y sin más, propulsado por el suave oleaje, llegó a un hermoso y vasto imperio, encrestado en los corales del oeste. A pesar de su prosperidad y grandeza, se derramaba la sangre de los propios, mezclándose con la marea, infiltrándose en los pocos bigotes que adornaban su escuálido rostro.
Poco sabía él, ya que desde la última vez la vida que se desarrollaba no variaba de la cotidiana. Pero no se comparaba a su imperio, decía él, por más grande y hermoso que fuese, porque el suyo era perfecto. En el suyo no habían guerras civiles o traiciones.
Y así continuó, encontrando incluso algunos cuerpos en aquella agua que nadaba. Pero no los pudo reconocer, puesto que él era un animal, no un humano.
No fue poco más de eso que encontró su fatal destino, puesto divinamente por dioses que intentaba darles forma. Fue aspirado sin aviso alguno, su cuerpo retumbando en la fina tubería de aquella máquina atroz. Fue revuelto y girado, tumbado y torcido. Todo el tormento se terminó luego de unas horas, donde residió en un pequeño tanque lleno de agua.
Oró, gritó y exclamó, buscando la redención de los espíritus ascendidos. Pareció que algo había sido escuchado, escondido tras su ignorancia al no saber como funcionaba el mecanismo en el que se encontraba; el tormentoso remolino calmándose en aquél estrecho tanque. Había aceptado finalmente que necesitaba otras palabras para describirse. Diminuto, vulnerable. No encontró mejor descripción.
Aprovechó esta nueva encontrada calma para meditar, esperando pacientemente que sus plegarias fueran escuchadas, ofreciendo paz y armonía en vez de oro y poder, como lo habría hecho.
Y pareció que su paciencia había dado frutos. El agua comenzó a agitarse, arrastrando al pequeño monarca por igual. Fue cuestión de segundos de encontrar su nueva prisión dentro de un vaso de agua. Capaz sus dioses le estaban siendo piadosos. Capaz era una forma peor de tortura. Procuró meditar, puesto nulo era lo que podía hacer.
Y allí se encontraba, en un vaso de agua. Un vaso de agua, reposando tranquilamente sobre una mesa. Ilógico que alguien lo hubiese dejado de lado luego de servirlo pero, ¿Qué iba a saber él? Solo aprovechaba cada segundo que le quedaba, más podía ser el último.
Y el último llegó. Su sol fue eclipsado por una enorme figura; una mano, agarrando el vaso firmemente. Se inclinó, a por costumbre. El ser observó expectante, impactado, no pudiendo comprender que este sería su último aliento. Y cerró los ojos, esperando lo peor.
Pasó un segundo. Pasaron dos. Pasaron varios. Y un golpe contra un frío metal, el cual arrastró el agua y al rey devuelta hacia las cañerías. Su prisión había fracasado, librándolo finalmente de tal esclavitud. En sus labios estaría por siempre su héroe, salvador eterno de su existencia. Mientras era expulsado por las cañerías vuelta al océano, juró eterna lealtad a la incondicional amabilidad que se le había otorgado, no buscando más aquella ambición de grandeza y orgullo.
Una vez más, se encontraba deambulando por el mar. Pero esta vez, su vida tenía otro significado más que el de un imperio vasto y grandioso.
—Hey, tranquilo, es solo un vaso. —Consolaba la madre a su hijo, su mirada tras los pedazos de vidrios derramados en la pileta de la cocina, su mano recorriendo los mechones del infante— Ya vamos a comprar otro.