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Esto era todo. No más tonterías. El escuadrón se alineó detrás de él, con los trajes de batalla brillando en el calor del desierto. SCP-3396 estaba suspendido por encima de ellos, una segunda luna trazando una red de azul brillante a través del horizonte.
Adelante, 3731 se derramaba hacia afuera de los departamentos que se alineaban por el bulevar.
—Lanzafantasmas principales. —Emulsionador espectral era demasiado tosco para el comando de voz. los engranajes se ponían en funcionamiento en los brazos izquierdos de sus trajes. La batería del lanzafantasmas era alimentada por un corazón humano implementado en algún lugar del exoesqueleto; su latir se mezclaba con el de Garrett, tamborileando salvajemente en sus sienes.
Tragó saliva, degustando sudor en sus labios. Los azules se estaban acercando. El traje pitó cuando le inyectó algo que hizo que un calor agudo rezumara por su cuerpo.
—Encender altavoces. Aún tienen una oportunidad para cooperar. Vayan a casa y esperen por agen…
Una mujer, con lanzas de hueso saliendo a través del pelaje de tigre sobre su piel, saltó hacia él, gruñendo. Él saltó hacia atrás, con los impulsores disparando las piernas del traje. Un rifle apareció a su izquierda, y un rayo golpeó a la mujer en el aire.
Se hizo el infierno. El rifle de Mang escupía una ronda después de otra, truenos cayendo desde el cielo a dondequiera que golpeasen. El resto del escuadrón se abrió, con rayos y olas abriéndose paso a través del espacio junto a balas y granadas.
Un agujero en el espacio con forma de persona se abultó y se extendió hacia su formación, y Garret giró su mano dentro de su guantelete. El chorro salió de la boquilla con un sonido como el de una motosierra cortando a través de los lamentos desesperados. Una tenue luz azul que se deslizaba con rostros doloridos bañó a la forma atacante, arrancando trozos del vacío que la rodeaba hasta que los huesos ennegrecidos aparecieron debajo y la figura se desmoronó.
Una alarma chirrió en su oído cuando las balas salieron de él. El traje aguantó mientras deslizaba su brazo a la derecha, atravesando a media docena de ellos, una nube densa y cambiante de pájaros, un hombre alto de traje con un nudo de engranajes donde debería haber estado su cabeza, una bestia con mucho brazos que parecía estar hecha de peluche, y tres sólo parecían personas con armas; los espíritus hambrientos los devoraron a todos, con las bombillas de las farolas estallando cuando sus restos colapsaron.
El escuadrón se había extendido hacia su izquierda, con Guittierez quedándose atrás con su rifle de cinturón; los barriles se agitaban, pero la máquina no hacía ningún sonido excepto el tintineo de las carcasas que golpeaban el asfalto. Aunque, a donde apuntara, las rechinantes bocas se abrían y se masticaban a sí mismas sin piedad. La multitud de 3731, ahora corriendo, caía en enjambres mientras innumerables dientes los devoraban desde el interior.
Tucson sería recuperado, en el nombre de la humanidad.
Muy alto, en las nubes, Armando estaba sentado en una telaraña de brazos flotantes. Miró al brillante púrpura y naranja del amanecer mientras la mañana se abría sobre el cielo del desierto.
Cerca de doscientos brazos llenos de helio se anidaban uno junto al otro, asegurados en un kinetoglifo complejo y con forma de crucigrama que mantenía estable toda la estructura.
Aquí arriba, Armando tenía tiempo para reflexionar. Los brazos que había dejado abajo con sus compañeros le alertarían del peligro, pero se habían mantenido en silencio recientemente. La molestia de la Fundación se había vuelto cada vez más infrecuente, aunque nadie era lo suficientemente ingenuo como para decir que se habían rendido.
Armando intentó recordar algún momento en el que la Fundación no hubiera estado en la vanguardia de su mente. Fue más y más atrás, hasta…
Un chico de quince años estaba sentado en un garaje abandonado, temblando.
¡Estúpido!
¡Estúpido!
La pila de herramientas, partes de autos, cadenas de bicicletas, y basura diversa fosilizada había colapsado encima de él. Su brazo estaba atorado, posiblemente se lo había roto. Los codos no se doblaban de esa manera, estaba bastante seguro.
Luchó por liberarse. Si sólo pudiese sacar su brazo, podría empezar a volver a poner la pila como estaba, y entonces tal vez nadie se enojaría. No estaba sangrando por ningún lado, así que por lo menos eso estaba bien.
No había sangre. La caja oxidada se movió un poco. Bien. Uno, dos, tres
qué
Estaba libre, o algo así. Su brazo no lo estaba. Aún seguía sin haber sangre. Armando miró el muñón, creciendo y estirándose en un nuevo brazo, como pasta dental saliendo del tubo.
Vomitó ante la vista del brazo nuevo y fresco, su piel roja pecosa mezclándose con su propia piel marrón en su hombro.
Aventó comida y juguetes y una foto de su familia dentro de una bolsa de plástico, y salió corriendo. Y no se detuvo.
No era realmente libre en ese entonces. Había intentado sacarse el brazo nuevo, aplastarlo, cortarlo. Todo lo que obtuvo fue un nuevo brazo y un poco más de desesperación.
Los brazos nuevos se sentían extraños, asquerosos, invasivos. No eran de él. Ni siquiera podía controlarlos, sólo 'sugerirles' lo que debían hacer. Apenas sentía algo a través de ellos, sólo vagas sensaciones de calor y presión. Cada brazo nuevo que aparecía era una sorpresa cruel. Brazos humanos de todos los colores daban paso a brazos de metal, y palomitas de maíz, y madera.
Le tomó un tiempo acostumbrarse. Cada día podía mover los brazos un poco más rápido, un poco más delicadamente. Incluso así, en ocasiones se retorcerían y sacudirían, como si fueran movidos por alguien o algo más.
Después de cientos de intentos, eventualmente tuvo suerte y obtuvo dos brazos similares a su propia piel, y enterró el resto. Intentó vivir de manera normal, o por lo menos lo más normal que pudiese hacerlo alguien que había huido y no tenía casa o una educación.
Terminó cayendo en el grupo equivocado, como su mamá lo hubiera dicho. Le dieron la bienvenida a sus brazos, le dieron un hogar, pero todavía no era libre. Sólo otra herramienta en una caja. Aunque decidió que un techo sobre su cabeza valía la pena dejar ir cualquier destino imaginado.
El estereotípico "un último trabajo" se fue hacia abajo.
Balas volaron a través del aire. Una rara niebla morada llenando el aire, probablemente del último "caramelo misterioso" prendiendo fuego. El comprador aparentemente se asustó y los delató, esperando que los policías corruptos o Los Milagros los asesinaran por las armas y drogas anómalas.
Armando se escondió detrás de una pila de cajas, intentando encontrar una manera de escapar. No iba a morir de esta manera.
Las camionetas negras se acercaron. Agentes con todo el equipo táctico negro aparecieron y limpiaron el área. Una granada perdida explotó cerca de Armando, ensordeciéndolo y destrozando su brazo derecho.
Sintió las células volviendo a crecer. No ahora, malditos brazos…
El agente le disparó al hombre que la había lanzado, y entonces se acercó a Armando, cuyo brazo derecho ahora estaba hecho por completo de goma de neumático.
El agente le habló a su intercomunicador, y Armando se despertó en una celda de concreto.
Él definitivamente nunca era libre en la Fundación. Un sinfín de pruebas pinchando y empujando y jalando sus brazos. Un gris interminable. Un sinfín de comida insípida, y líneas neutras y apagadas ensayadas por parte de los investigadores.
Casi se escapó, una vez.
Peleó contra las personas que lo mantenían ahí. Pero perdió el control. Él no era dueño de los brazos, él era un esclavo de ellos, un huésped. Una víctima de su impredecibilidad.
La prisa por una oportunidad de escapar debilitó su control sobre los monstruosos brazos. Su impredecibilidad mató a un inocente y detuvo su huida. ¿Qué haría incluso si escapaba? Entonces se había dado cuenta de que nunca podría ser verdaderamente libre. Así que dejó que lo llevaran de vuelta. Y ahí se quedó.
Armando había aprendido el valor de escuchar conversaciones a escondidas desde una edad muy temprana. Veía cada vez menos personas trabajando en el sitio. Comunicaciones susurradas, letras y números que no significaban nada para él. Algo algo 96. Algo algo T-P-K.
La evacuación vino poco después. Cada "SCP", cada doctor, cada conserje, cada carpeta fue recogida y aventada en transportes. Nunca llegó a ver cómo se veía realmente la instalación por fuera.
Sirenas, seguidas de explosiones. El camión que llevaba su celda se detuvo abruptamente, y entonces empezó a derretirse. La pared de la cámara de Armando brilló y se convirtió en sal, la que se agrietó y se desmoronó y fue llevada por la briza. Una mujer de cuatro ojos con pelo y piel blanca y translúcida se bajó las gafas y sonrió.
—¿Vienes con nosotros? ¿O quieres que te vayamos a dejar de vuelta a ese Sitio?
Él tomó su mano, y caminó hacia adelante, a su nuevo futuro.
La materia azul mágica que le había ofrecido le hizo sentir como si estuviera siendo bautizado. Ahora tenía el control. Cada brazo cantaba junto a su alma. Se movían como agua ante un solo pensamiento. Podía sentir la textura de la realidad a través de ellos. Lo que sea que los hubiera estado moviendo antes ahora estaba muerto, o había huido con miedo del azul verdoso que ahora le llenaba.
Sus nuevos amigos hablaban del futuro, del amanecer de una nueva era. El mundo había sido sumergido en esta materia azul, decían, y sólo era cuestión de tiempo antes de que se empapara por completo.
Aún no era completamente libre, con la Fundación haciendo todo lo humana e inhumanamente posible para atraparlos, pero Armando por fin sintió que estaba en el camino correcto.
Ya casi habían pasado cuatro años desde entonces. El gran Árbol se había despertado, y Armando lo había visto alzarse y ramificarse desde su lugar en las nubes. Incluso ahora, el bello fractal de azul y verde podía ser visto a la distancia, extendiéndose hacia los cielos.
Exhaló y cerró sus ojos, sintiendo la briza que lo envolvía.
Mírame, mundo.
Y por primera vez en su vida, Armando sintió que él era completa e innegablemente libre.
Los estaba llamando a casa. Los estaba llamando a la Prosperidad.
Tilda Moose y la colección de seres que alguna vez fueron el Destacamento Móvil Sigma-03 salieron del Camino, dejando el santuario de los pasillos de la Biblioteca. Una vez, la tierra en la que estaban parados se había llamado Chicago. Ahora era un desierto de obsidiana, sin ninguna estructura. Era hermoso. Estaba vacío.
Moose consideró regresar una última vez; no había nada que los forzara a hacer esto. Pero la curiosidad era lo que había definido sus vidas. Si debía definir sus muertes, que así fuera. La verdad de la naturaleza humana, su propósito, yacía justo enfrente. Moose no podía dar la vuelta más de lo que un ahogado rechaza el aire.
El grupo empezó a alzarse en el aire, una mitad haciéndolo voluntariamente y una mitad siendo acogidos por la fuerza de arriba. Moose apenas sintió el impacto mientras sus cuerpos físicos eran destrozados por la detonación del arma final de la Fundación. Era patético, realmente. Bañados en la luz de arriba, ahora estaban mucho más allá de esto. Los autoproclamados verdaderos remanentes de la humanidad sólo se habían lastimado a sí mismos.
Mientras se acercaban a lo que sabían era la fuente de su poder, las antiguas preocupaciones regresaron una vez más. ¿Serían esclavizados ante la voluntad de este ser? ¿Sus identidades les serían arrebatadas y fundidas en una burla de la vida? ¿Cuál era la trampa? ¿Cuál era el precio?
—¿Por qué haces esto? —Susurraron con labios de Éter. Y entonces les llegó un rato de entendimiento. La humanidad nunca fue la beneficiada, la compradora de este poder. Este destino, este estatus de dios, había sido determinado hacia mucho tiempo por cualesquiera que fueran las fuerzas que habían creado a la humanidad en un inicio.
¿Y quienes eran? Siempre había otro secreto para aprender, y ahora Moose tenía todo el tiempo del Multiverso para encontrar la respuesta.
O5-8 Miró al ardiente Océano Pacífico y sonrió tristemente.
Una ola taumática errante había llegado al mar y le había hecho algo a su estructura química. Lo convirtió en gasolina, o algo similar. A partir de ahí sólo había sido cuestión de tiempo. El calor estaba en todos lados en estos días, después de todo.
Literalmente, como resultaba. Una corriente perdida de magma fluyó de un fragmento tectónico cercano junto al octavo Supervisor, acercándose a pocos centímetros de sus zapatos.
No sintió nada. Los zapatos ni siquiera eran reales.
Miró hacia arriba, y miró a los mutantes ahí, sobrevolando el espacio y mirándolo de vuelta. O por lo menos mirando hacia su dirección. Dudó que cualquiera de ellos estuviera poniendo la suficiente atención como para verlo específicamente.
Pero él podía verlos, a través de la atmósfera cada vez más espesa del planeta. Y estaba muy orgulloso de que muchos de ellos hubieran sobrevivido. La verdad, eso era lo que él siempre había querido, y se consideró suertudo de que se hubieran salvado tantos como para llevar a la especie a nuevas alturas.
O distancias, supuso. El espacio era raro.
Él había pasado muchos miles de años cuidando a esta absurda especie. Mirándolos crecer. Dando sus primeros pasos afuera del océanos para vivir bajo el calor del sol. Si era honesto consigo mismo, siempre había sido más parcial con las especies oceánicas, pero en un sorprendente giro, resultaron ser menos listas que los primates. O más, mucho más inteligentes, supuso, mirando la destrucción sin sentido de todo a su alrededor. Era difícil saberlo.
Pero con el tiempo los había empezado a amar. Llevaba sus tristezas sobre sus grandes hombros para que ellos pudieran seguir adelante sin ser aplastados. Los miró desde las profundidades mientras construían grandes ciudades, y alejaban a la oscuridad con cada respiración.
Había visto una gran promesa en la Fundación desde su inicio, pero al principio le preocupaba que fueran un poco… entusiastas. Útiles, pero después de un rato, necesarios. Un requerimiento absoluto para que la vida humana continuara. O5-8 podría haber hecho el trabajo por sí mismo si se hubiera esforzado, pero apreciaba mucho que la Fundación hiciera menos pesada su imponente carga a lo largo de los años. Así que eligió observarlos, desde dentro, para dirigirlos, cuando pudiera, a la dirección correcta, sin que se tropezasen.
Ahora se dio cuenta de que había fracasado hilarantemente en su búsqueda, pero por fortuna ya no importaba más.
Por primera vez, la humanidad era verdaderamente libre. Y eso significaba que la cosa que se había llamado a sí misma Supervisor Ocho podía por fin dejar ir el peso que había cargado por tanto tiempo.
Así que lo hizo.
Y en ese instante, pudo escuchar el horripilante rugido de miles de abominaciones hambrientas a lo largo del espacio, ahora inmediatamente conscientes de la existencia de la Tierra. Empezaron a desgarrar el espacio, como un machete a través de un pudín, hacia el planeta expuesto e indefenso, con la intención de consumir su próxima comida en una larga línea de planetas devorados que se remontaba al inicio de los tiempos.
—¿Estás seguro de que así es como lo quieres hacer?
Una mujer se había materializado al lado del Supervisor, en un chorro de agua de mar que salpicó sobre la lava cercana y sacó nubes de vapor. Era incomparablemente hermosa, vestida de corales y caparazones y algas marinas, con el cabello tan rojo como la sangre y piel de alabastro. Sonreía de una manera que no era otra que la de un depredador.
Era la única cosa más violenta, bárbara, y asquerosa que el Supervisor Ocho conocía, y también era su hermana.
Él replicó:
—¿De verdad? Después de todo este tiempo, ¿expresas una duda?
Ella se rio con delicadeza. El Supervisor oyó la risa resonar entre los miles de criaturas sin mente que vivían detrás de sus ojos, hasta que se convirtió en una cacofonía aullante de hambre bestial.
—No, querido. No tengo dudas. Simplemente estoy sorprendida de tu repentina… laxitud.
Él resopló y se limpió la ceniza de la solapa de su traje de carbón.
—No tengo ninguna razón para contenerte. No no hay más personas a las que devores o esclavices, si no lo has notado ya. Tú y tu engendro son libres de hacer lo que quieran. Tienes todo lo que alguna vez has querido. Libertad. Una legión de sirvientes fanáticos que has retorcido más allá del reconocimiento. Un cosmos entero para roer. Vuélvete loca. Pero yo me iría pronto, si fuera tú. Hay algunas cosas desagradables de camino, e intentarán matarnos si seguimos aquí.
Parecía pensativa.
—¿Atraídos por qué, me pregunto?
El Supervisor miró hacia arriba. Los últimos humanos se habían ido.
—Nosotros, creo. O a lo mejor sólo tienen curiosidad sobre un paleta activo y energético apareciendo de la nada. De cualquier manera, están viniendo, y no para conversar cortésmente.
Ella lo miraba con una curiosidad no disimulada.
—¿Pero qué harás, mi tan serio hermano? No hay más de tus llamados inocentes que mantener seguros de la vieja malvada yo. No hay más Fundación que cargar sobre tus hombros. ¿Vas a custodiar las rocas ahora? Estás haciendo un trabajo terrible; creo que la mayoría están ardiendo.
Él sonrió, y empezó a juntar su esencia a su alrededor.
—Tal vez, de hecho. Lo que queda de ellas, de todas formas. ¿Qué propósito tengo ahora? He sido definido por la muerte y el dolor y el sacrificio durante toda mi existencia. He pasado millones de años intentando detenerte de masticar la vida que nos dio nuestra propia razón para existir.
Él rio.
—Soy la tristeza de toda la humanidad. Soy su dolor, su resistencia, su memoria. Su mente y su honor. Soy quien evitó que fueran animales, quien los observó, les enseñó, y los guió a su mejor naturaleza mientras mantenía afuera las cosas que querían comérselos. Nuestro hermano mayor, en su sabiduría, ha decidido que su hora ha llegado finalmente. Ya no me necesitan. Y no te necesitan a ti tampoco. Si acaso alguna vez lo hicieron. Ahora están más allá de nosotros. ¿Qué voy a hacer? Cariño, voy a hacer lo que siempre he hecho. Voy a aguantar. Voy a soportar una carga muy pesada.
El Supervisor sacó del aire un ancla colosal, tan grande como alto era él, cubierta en óxido y percebes, y retorciendo el espacio cercano con su masa cósmica pura. La suma del peso total de todo el dolor, tristeza, angustia, y determinación que ha existido a través de la humanidad. La carga que habían dejado atrás.
Entró en al espacio real con un sutil boom que extinguió todos los incendios en un radio de cien millas.
Él levantó la gran arma y la colocó sobre su hombro, a donde siempre había pertenecido. Miró hacia las estrellas, donde depredadores desconocidos de los lejanos confines de la realidad gritaban en su dirección.
—¿Te unirás a mí?
La mujer, el hambre, la lujuria, la ferocidad y la ira de lo que había sido la humanidad, sonrió ampliamente, mostrando dientes que habían mordido a través de continentes en eras que habían pasado hacia mucho tiempo.
—Por esta vez, hermano, lo haré. Enseñémosles cómo tener miedo.
Ella desapareció.
Un océano de carne pálida, pudriéndose y chillando, hecho de los cadáveres de los muertos más furiosos del planeta durante miles de años, explotó desde debajo de los cimientos de Norte América. La avalancha de la furiosa corrupción clavó sus zarcillos en los huesos de la tierra, y bostezó con sus muchas fauces, alcanzando el cielo en la desesperada necesidad de violencia que le daba su corazón.
El hombre que no era el Octavo Supervisor de la Fundación se armó de placas de la piedra más pura, tallada de la agonía y el valor de los muertos más sagrados y dignos de la Tierra. Juntó lo que quedaba de los océanos del planeta a su alrededor y se alzó. El último guerrero, el guardián eterno del alma de la humanidad, ascendió para cumplir su juramento.
Y juntos, se enfrentaron en su última guerra.
O5-1 salió de las ruinas de su búnker, su cara siendo una máscara de rabia y dolor. Él… Ellos habían protegido a la humanidad por mucho tiempo. La humanidad era imperfecta, era caótica, y era la única cosa que él había amado. Y ahora finalmente estaba solo. Una verdad que había sido figurativa por más de dos mil años ahora era literal. La ironía le agriaba la garganta.
Observó la nueva estrella azul y dejó salir un rugido de frustración. Vertió cada sacrificio, cada tragedia, cada Montauk, y cada victoria en su voz. Cuando cayó en silencio, quedaba muy poco de él.
—Lo haría otra vez. Todo, lo haría mil veces otra vez. Incluso si supiera que aún así fracasaría. —Se enderezó y comenzó a caminar—. Los veo en el cielo, alzándose hacia una traición final con un ser que no es nada más que una burla de la verdadera vida. Abandonan todo lo que sus ancestros construyeron, todo lo que hemos derramado sangre para proteger. Sé que este es el final, puedo sentir a la Vida misma dejando este mundo. Pero si se hubieran levantado con nosotros, en lugar de contra nosotros, podríamos haber ganado. Podríamos haber resistido como siempre lo hemos hecho, podríamos haber sobrevivido como siempre lo hemos hecho. Pero les sedujo el poder. Puede que se hayan convertido en dioses, pero eso es algo menos que humano, nada más. No vale la pena haber perdido el pasado y el futuro por el presente.
O5-1 se detuvo, y se volteó para encarar a alguien que no estaba allí.
—Hola, Fritz, ¿nadie nunca te enseñó que es de mala educación interrumpir un soliloquio?
Nadie dijo nada.
—Siempre estuviste con nosotros. Pero cuando necesitaba de tu guía más que nunca, te fuiste. ¿Por qué?
Nadie dijo nada.
—Ambos estaremos muertos pronto. Sólo dime por qué. Por el bien de todos a los que hemos sacrificado en el altar de nuestros ideales, dime por qué los abandonaste.
—Joseph. Ya no se trataba del bien mayor.
Ninguno de los seres volvió a hablar. El Errante había terminado su viaje, y Nadie nunca fue nadie.
En la órbita baja de la Tierra, una entidad estaba quieta, observando con sus muchos ojos de acero.
Brillaba a la luz del lejano Sol. Espirales de metal opaco flotaban en el viento cósmico, cada una con un núcleo naranja brillante, cada una del tamaño de una pequeña ciudad. Las construcciones contenían suficiente poder para vaporizar sistemas solares. Con un pensamiento, la entidad en el centro de su gran catedral de hierro podía mirar por sobre años luz de espacio y reducirlos a una mezcla caliente de partículas base. Sus cañones, reactores, generadores, blindaje, y poder eran infinitos, en el sentido más verdadero del mundo. Su disparatada red de máquinas flotaba en el vacío, orbitando un único locus.
En el corazón de este conjunto de motores infinitamente destructivos estaba la forma de una mujer humana. Pequeña, e inexpresiva. Una idea repentina, mantenida sólo por un vago sentido de respeto por lo que la entidad solía ser. Una figura nostálgica. Piel de hierro elemental puro, el favorito de la entidad. Un suave resplandor ardiente podía ser visto entre las placas. Un indicio del horno en su corazón.
La pequeña figura miró sus propias manos, y se maravilló.
Aún se conocía a sí misma como Monica.
Más o menos había perdido su humanidad por completo. Ya no era una persona, y ella lo sabía. Era eso, o la definición de "humanidad" había cambiado para siempre. Ella mantuvo su nombre, y los recuerdos de lo que solía ser. Su sabiduría estaba cerca de estar lo más completa que jamás podría haber estado, después de devorar e integrar lo que solía ser el Internet y las bases de datos de lo que había sido Estados Unidos, pero se encontró incapaz de olvidar.
Y no quería hacerlo.
Habían otros cerca de ella. Los sobrevivientes, quienes habían ascendido junto a ella, quienes ella había guiado a la absolución.
Estaba la cosa que una vez se había llamado Dozer. Él y sus ingenieros, quienes siempre habían sido amigos, habían elegido envolverse en piedra y fusionarse, volviéndose una sola mente. Ahora formaban una ciudadela monolítica de hermosas estatuas blancas y negras, con miles de esculturas de gente y plantas y civilizaciones pasadas, las cuales se movían dentro de los pasillos y las espirales, y se deslizaban a la deriva en la brisa solar, con vida propia. Recuerdos de donde habían venido, tallados en la roca y con nueva vida, para permanecer de pie para siempre.
Ogro y Violet también estaban ahí. En su último día antes de irse de la Tierra, se habían casado, y habían unido sus esencias. Ahora existían como una menagerie de plantas y animales, a través de docenas de islas flotantes con sus propios bolsillos de aire respirable y gravedad. En la isla más grande, habían dos tronos en los que los dos amantes se sentaban y veían a las vidas que habían salvado con orgullo y afecto, determinados a encontrar un lugar donde las atesoradas de la Tierra pudiesen vivir de nuevo.
Y ahí estaba Norman. Ahora ya no tenía nombre, una masa del tamaño de la luna de carne envuelta en un mar de agua azul-verde rica y luminosa. Se podían ver grandes formas de leviatanes moviéndose bajo las ondas de su superficie, criaturas diseñadas por el propio Norman que habían tomado una existencia propia extraña y extraterrestre. Su mente se desenrollaba por años luz en todas las direcciones, cazando mentes para descubrir y aprender, implacable en su búsqueda de aprendizaje e iluminación.
Ahí estaban muchos miles de otros, cada uno con formas increíbles y únicas, cada uno con una expresión de una mente humana liberada de las limitaciones de la mera posibilidad.
Abajo de estos dioses, el planeta que alguna vez llamaron hogar ardía y se estremecía.
Poca vida quedaba ante el despertar de la destrucción que la Fundación había forjado. En su deseo de permanecer como los únicos humanos verdaderos, habían agrietado los continentes con sus bombas, y habían hecho hervir los océanos con su ira tecnológica. Las energías se arremolinaban, mientras el Azul simplemente existía, sin preocuparse y sin moverse en la cara de toda su ira. El árbol había crecido hasta ya no ser un árbol. Se había vuelto su propio ecosistema en expansión; una gigantesca red de de zarcillos de aguamarina brillante que había brotado y tomado la mayor parte del oeste de los Estados Unidos.
Y una vez que el mundo había empezado a arder, se había ido.
Ascendió al cielo, un enorme agregado de hebras entrelazadas que brillaban, indiferentes al sufrimiento y la destrucción. Floreció y se retorció lánguidamente en órbita con los que había cambiado, no reaccionando ante nada, simultáneamente reconfortante y aterrador.
Monica nunca había tenido un gran amor por la Fundación, pero ahora entendía el propósito al que habían servido. Habían encadenado a miles de los enemigos invisibles e inmortales de la humanidad. Habían sido los cimientos sobre los que la civilización descansaba. Por mucho tiempo, habían sido la salvación misma, y ella sabía que probablemente sin ellos, ella no existiría.
Ella supuso que era adecuado, entonces, que habían decidido morir después de finalmente volverse obsoletos. La humanidad ya no los necesitaba, y en su ira al perder su propósito, habían elegido auto-inmolarse en lugar de seguir adelante.
Antes del final, ella había hablado con unos pocos de ellos. Ella se había vuelto demasiado poderosa como para verse amenazada en ese punto, y quería que vieran la razón. Seguramente la eternidad hacía que valiera la pena dejar ir algunos principios y prejuicios caducados. Seguramente la definición de lo que era "anómalo" ya no importaba, y ellos podían ver que no tenía sentido prolongar una lucha tan inútil.
Pero le escupieron en la cara, y eligieron el fuego en su lugar. Preferían que la normalidad fuera absoluta, a vivir un día más compartiendo un planeta con monstruo tan abominables e impuros. Y así, Mónica salvó a los que eligieron irse, y los dejó en su hoguera de gloria.
Para todos los efectos y propósitos, habían sido la humanidad misma. Pero eso ya no significaba lo que solía significar.
El futuro era mucho más grande que una bola de roca arruinada por aquellos que habían elegido prenderle fuego a la eternidad para salvar el pasado. Ahí afuera estaba la posibilidad. El potencial. A los lejanos límites de la realidad no les importaba que la humanidad aún existiera, que hubieran llegado a la cúspide de su apoteosis.
Pero Monica juró que ella haría que les importase. Ellos mismos grabarían su signo sobre las estrellas. Ellos tendrían prosperidad, y harían que los pilares de la creación temblaran con su advenimiento.
Ella se desprendió de una última lágrima, una gota de metal fundido que se fue a la deriva en la vastedad. Un recuerdo, para aquellos que habían caído ante la ignorancia y el orgullo y los conflictos sin sentido.
Ella le hizo una señal a su gente. Y dejaron la Tierra atrás, para buscar su destino en el cosmos.
Solo en su órbita, el Azul, el Parásito Empíreo, la inefable criatura del fuego interno secreto que había sido la primera de entre toda la Vida, observó. El resultado de su trabajo estaba pintado a lo largo de eones. Había habido mucho potencial aquí, y ahora se había realizado en su totalidad.
Tendría que estarlo, para soportar lo que vendría.
Se rio, un sonido silencioso que dobló las estrellas en su paso y retorció el espacio mismo en un paroxismo de alegría primitiva, una victoria bien ganada.
Y también se fue, para ver si las grandes defensas de esta realidad seguían siendo lo suficientemente fuertes.