Érase una vez una pequeña cabaña en la espesura. La cabaña era el hogar de un anciano, encanecido y encorvado pero que poseía una sonrisa amable a todo el que veía. Aquella cálida y cómoda cabaña estaba apartada y oculta en una curva del camino. Allí guardaba el anciano incontables pilas de metal, madera, restos de tela o piel y una infinidad de herramientas. Herramientas grandes, herramientas pequeñas, herramientas largas y herramientas cortas. Herramientas que giraban, herramientas que perforaban, herramientas delicadas y herramientas romas. Herramientas, herramientas, herramientas por todas partes, porque las herramientas eran su vida. El anciano pasaba sus días como manitas, arreglando, puliendo, tallando y creando.
Cada día, el manitas ponía sus productos y sus herramientas a la grupa de su buen burro. Montaría en éste y lo guiaría con manos envejecidas, pero firmes, en un viaje a través del bosque y sus arroyos, hasta llegar a un pueblo cercano. Una vez alcanzaba la pueblo, dejaba caer sus ollas, sartenes y herramientas con una cacofonía de choques que marcaban la llegada del manitas.
La gente del pueblo sabía del anciano. Cuando oían su llamada, las mujeres se apresuraban hacia él con ollas y teteras y cepillos y espejos para que los arreglase. Los hombres se acercarían, pidiendo fragmentos de metal para sus hogares, o examinando los bienes que ofrecía. Y, al final, llegarían los niños, que le daban sus juguetes y baratijas para que las apañase y arreglase.
Y era así como se ganaba la vida el manitas, arreglándoselas con un poco de pan, carne fría y agua con la que vivir, y una o dos monedas que siempre podría reservarse para alguna ocasión especial.
El manitas había criado a un par de hijos vociferantes, que también habían tenido sus propios hijos. El retoño más pequeño del hijo joven se llamaba Piotr, y el manitas le quería mucho.
Piotr había nacido pronto, y su madre había muerto mientras daba a luz. Cuando nació Piotr, la matrona le había dicho al padre que asfixiara a la criatura. El anciano intervino, y Piotr vivió; aunque su padre no le quería, su abuelo adoraba al pequeño Piotr.
El niño no podía correr o jugar como los demás niños. Era demasiado frágil y enfermizo como para jugar a los juegos bruscos y caóticos de los demás. Tenía un corazón débil, y no podía respirar bien incluso en sus mejores días. Por ello, Piotr se quedaba en la cama.
Y su padre no quería a Piotr tanto como a sus otros hijos: chavales grandes, fornidos, que peleaban y jugaban como deberían hacerlo los chicos, e hijas calladas y bonitas que hacían lo que les decían. Piotr, de mente ausente y cuerpo exánime, no le importaba. Y aún así, el anciano le prefería por encima de todos sus nietos. Le suplicaba a su hijo que le permitiera cuidar al muchacho, pero, por mucho que al hijo no le importase Piotr, quería a su padre incluso menos.
El manitas se sentía triste al ver al chico, que languidecía encamado todo el día, con la única compañía de una ventana y su imaginación. El manitas se decidió a ayudar a su nieto favorito. Se hizo con trozos de estaño y bronce de sus montones y se puso a trabajar. Su creación empezó a tomar forma tras el trabajo de una semana.
Y un día, el anciano viajó a la casa de su hijo y le ofreció al muchachito un artículo cubierto con una sábana. Entonces, con una majestuosa floritura, descubrió su creación y reveló una pequeña jaula de hierro. En la percha de la jaula había un pájaro.
Era un pájaro de metal, pero sus rasgos eran suaves y sus detalles intrincados, como si un auténtico ruiseñor hubiera quedado atrapado en el metal. Giró su cabeza y miró al niño; y entonces, abrió su pico y empezó a cantar.
La canción fue una bellísimo estudio que surgió del ave, como si contuviera una orquestra entera en sus entrañas. Fue entonces cuando el pájaro trinó con la canción pura de su auténtica naturaleza, y saltó de su percha. El manitas abrió la portezuela de la jaula, y el ave salió volando.
Cortó un arco delicado por el aire, batiendo sus alas y cantando mezclas de su canción natural y retales de melodía. Recortó círculos por el aire con la facilidad de un auténtico pájaro antes de detenerse y aterrizar en las manos extendidas de Piotr.
El niño chillaba de encanto, lo que atrajo la atención de su padre, quien se sintió igual de sorprendido con la belleza del ave, que cantaba mientras acariciaba la mejilla del muchacho.
Jamás habían visto algo parecido, y mientras el chaval enclenque reía y jugaba con su mascota, parecía ser un muchacho completamente normal. El corazón del anciano se hinchó de alegría ante la recompensa recibida a cambio de su larga labor.
Y, a partir de entonces, el manitas usaría cada moneda que ganase en comprar trozos de metal, porcelana y vidrio que no pudiera conseguir por su cuenta. Y, con el golpe de su martillo o el girar de su berbiquí, el manitas haría un nuevo juguete para el niño.
Tuvo soldados de juguete que peleaban entre sí, cayendo en combate y alzándose de nuevo, una y otra vez, tantas veces como quisiera el muchacho. Tuvo una pelota que cambiaba de tamaño y volaba por el aire por sí misma, para ayudar a aquel niño que no podía lanzarla. Tuvo muñecas que cobraban vida y hablaban. Tuvo un espejo que le mostraba cualquier lugar del mundo.
El manitas nunca se cansó de hacer juguetes para el muchacho. Mientras crecía, se volvió menos frágil, y pudo salir fuera. Su padre le permitió ir a la escuela con sus otros hijos. Y, claro está, le acompañaba su fiel pájaro de metal.
Cuando enseñó su mascota a los otros niños, gritaron encantados y rodearon al pequeño Piotr, preguntándole de dónde había sacado un juguete tan maravilloso. Orgulloso, Piotr les contestó que su abuelo lo había hecho para él.
Pronto, todos los niños querían juguetes del abuelo de Piotr. El manitas se vio desbordado por peticiones de una horda de niños que ya no querían muñecas muertas y soldados de hojalata. El manitas veía sus rostros expectantes cuando llegaba al pueblo, y pronto los niños dejaron de pedirle que arreglase sus juguetes; quería que hiciera otros mejores. Querían algo nuevo. Querían algo entretenido. Querían algo maravilloso.
Y así fue como el anciano se puso a trabajar, haciendo más juguetes. Cada uno de ellos era una delicia para la vista, algo que maravillaba a niños y adultos. Sus manos y sus herramientas podían arrancar maravillas al estaño más ordinario, y leyendas al simple hierro. Cada juguete que fabricaba era mejor que el anterior. Con el tiempo, menos gente pedía arreglos. Querían juguetes. Y llegó el día en que el manitas dejó de hacer arreglos. Se convirtió en juguetero.
Nuevas del juguetero mágico y sus curiosidades se extendieron más allá de los campos, como un incendio. De todas partes llegaba la gente sólo para echarle un vistazo y comprar un juguete. Los nobles pagaban sumas exorbitantes para que sus hijos e hijas tuvieran los mejores juguetes, hechos en oro y plata, cuando hasta los más pobres campesinos podían permitirse pagar una moneda por un juguetito sencillo para sus pequeños. El juguetero se hizo cada vez más rico, pero, en su corazón, siguió siendo un anciano amable que no quería más que ver la sonrisa de aquellos niños que le apreciaban a él, y a sus juguetes.
Y aunque el juguetero se vio cada vez más y más atareado, nunca olvidó al pequeño Piotr. Todo juguete que hiciera llegaría primero a manos de Piotr, y se aseguraría de crear versiones más delicadas y grandiosas para el chiquillo al que más quería.
Sin embargo, algunos resentían al anciano. Su hijo más joven no se sentía agraciado por aquel embrollo, y creía que Piotr estaba recibiendo mucha más atención de la que merecía. Como cabía esperar, sus hijos conocieron y sintieron el malestar que su padre albergaba en su corazón, y pronto se apropiaron de su mismo agravio hacia su joven hermano.
El nieto mayor del juguetero, Aleksey, no estaba contento. Sentía envidia de su hermano menor y de los juguetes más bellos y magníficos que recibía, y siempre primero. Quería los juguetes de su hermano, y quería complacer a su padre. Un día, decidió matar dos pájaros de un tiro.
Piotr jugaba en la hierba con la última invención de su abuelo, un cachorro hecho de tela y botones. El chiquillo se reía al ver al exuberante perrito correteando y soltando ladridos. Su pájaro trinaba con alegría en su hombro.
Aleksey se acercó a Piotr. Su sombra se impuso como una oscuridad amenazante que hizo al muchacho levantar la mirada hasta encontrar la de su hermano mayor. Inocente a la malicia de los ojos de Aleksey, Piotr sonrió ampliamente al ver a su hermano mayor.
Aleksey le exigió que le diese el cachorro. Piotr inclinó la cabeza, confundido, y le preguntó por qué. Aleksey se lo ordenó, aduciendo que era mayor y por tanto se lo merecía.
Piotr se levantó, aterrado, cuando se percató de las intenciones de Aleksey, y empezó a alejarse mientras seguía sosteniendo a su cachorro. El pájaro se lanzó al aire, trinando hacia Aleksey, que volvió a exigir el cachorro. Piotr movió la cabeza de un lado a otro, y por eso el pobre muchacho nunca vio acercarse el puño.
Aleksey golpeó a Piotr en la cabeza, haciendo que el muchacho gritara de miedo y soltara al cachorro, que salió corriendo y ladrando. Aleksey siguió soltando patadas y puñetazos sobre su hermano pequeño, gritándole por haberle arrebatado su derecho de hermano mayor. Piotr sollozó y trató de alejarse, pero Aleksey siguió dándole una furiosa paliza.
Entonces el ave canora cayó sobre el rostro de Aleksey, abriendo heridas que le hicieron gritar de dolor. Piotr se levantó, temblando, y empezó a correr por primera vez en su vida. El pájaro le siguió, mientras su hermano le maldecía entre gritos de dolor por las garras de metal que le habían abierto aquellos largos surcos en la cara.
Piotr siguió corriendo, pero el pálido muchacho no pudo seguir corriendo. Conforme corría por las profundidades del bosque, empezó a agotarse. Su patético corazón luchó inútilmente por latir más y más deprisa, sólo para que el cuerpo del muchacho pudiera seguir adelante. Y entonces, Piotr cayó de rodillas cuando su corazón estalló, exhausto.
El rostro del chico había caído en la hierba del bosque, fría e insensible. Tan pronto como su amado pájaro vio lo que había ocurrido, se alejó volando, dirigiéndose a su primer hogar: la cabaña del juguetero.
Días después de la muerte del muchacho, la gente también se dio cuenta de que el juguetero había desaparecido. Ya nadie hacía sus maravillosos juguetes. Los que se acercaron a su cabaña vieron que estaba cubierta de tablones claveteados y que ya no se alzaba humo de su chimenea.
Muchos se sentían confusos y tristes. Los juguetes que habían animado tantas vidas habían desaparecido. El juguetero empezó a desaparecer de la memoria conforme sus juguetes se rompían o se perdían. Pronto, la gente empezó a olvidar que había existido siquiera, y fue convirtiéndose en cuento de hadas conforme pasó el tiempo. Su cabaña fue engullida por los bosques, y la gente siguió con sus vidas.
Hasta que un día, en el lejano futuro, uno de los descendientes del juguetero llegó en busca de la cabaña de aquel ascendiente que había sido famoso en el pasado. Aunque el mundo había olvidado al anciano, las historias habían pasado de padres a hijos en la familia del juguetero, y algunos de los juguetes más preciados todavía existían. A través de las eras, la familia había sido discreta. Muchos habían tratado de reproducir lo que había hecho el juguetero, pero ninguno tenía en sus manos la magia que él había poseído. No pudieron hallar su cabaña, y la mayoría había renunciado ante la futilidad de su búsqueda.
Pero este joven escogió intentarlo y hallar cuando quedase, cuando pudiese descubrirse. Y este joven no se vería decepcionado.
Tras buscar horas y horas, llegó a la destartalada cabaña de la espesura, que se mantenía en pie en su curva del viejo camino de campo. Logró arrancar el tablón putrefacto que cubría la puerta y entró. Linterna en mano, contempló aquello que había sido el hogar del manitas maravilloso.
Dentro, montoncitos y pilas de materiales, oxidados y denudados, seguían allí donde se dejaron. Había planos y diseños para nuevos juguetes, amarillentos y quebradizos por los años que habían sufrido. Pero, por toda la cabaña, se encontraban cientos y cientos de herramientas que brillaban con la brillantez del metal recién pulido. Herramientas grandes, herramientas pequeñas, herramientas largas y herramientas cortas. Herramientas que giraban, herramientas que perforaban, herramientas delicadas y herramientas romas. Herramientas, herramientas, herramientas que estaban dispersas por todo aquel lugar. Y, en mitad de todo, yacía una auténtica obra maestra.
Era el modelo a escala de un niño, hecho del oro más finamente pulido y taraceado de plata. El tiempo no había hecho mella en su superficie, y el metal brillaba vivamente. Un brazo a medio ensamblar descansaba en la mesa, abierto y con engranajes y piezas al descubierto. El torso había quedado abierto, exponiendo miles de intrincados mecanismos y trozos de materiales extraños, como hojas, madera y varias runas y piedras preciosas. Y en la mesa descansaba también un tarro que contenía, pequeño y gastado como estaba, un corazón perfectamente conservado.
Desperdigadas alrededor de la creación incompleta quedaban páginas y páginas de notas y garabatos escritos en una letra torpe y forzada. Debatían los mejores materiales que emplear, los que resistirían más tiempo, los que podrían albergar a una mente con mayor efectividad.
Y, mientras el joven examinaba todo esto, oyó el breve estudio rasgueando el aire. Alzó la mirada y atisbó, fascinado, un pajarillo de metal bellamente grabado que volaba por el aire y aterrizaba en su hombro con un alegre piar. El hombre vio una delicada herramienta en el suelo y se agachó a recogerla.
Al asirla, sintió cómo se ajustaba a sus manos, como si perteneciera a aquellos dedos. Llenó su bolsa con todas las herramientas de la cabaña, y también embutió todos los planos y diseños en su mochila. Con un último asentimiento a la creación inacabada, dejó la cabaña y se fue a casa.
Y, cuando hubo llegado a su hogar, sacó un plano y despejó su escritorio. Contempló el primer diseño y empezó a sacar montones de papel y una herramienta de su mochila. Asiendo la herramienta, tocó con ella el papel.
Y allí empezaron las maravillas.