El Ángel y el Domador de Bestias
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Haciendo piruetas en el aire, fantásticas acrobacias, sus alas de ángel batían mientras volaba sobre un público completamente asombrado. Los ojos se centraban en ella, asombrados por una criatura tan delicada y majestuosa. Los híbridos león-escorpión, las mantícoras, rugían en el suelo bajo ella. Al flotar en el aire, vio esa horrible aura, una amalgama enfermiza de sentimientos tristes y desesperados. Era su oportunidad de demostrar su valor, su poder.

Tomó a esa persona en sus brazos y la llevó al centro del circo. Su objetivo era que las mantícoras tocaran a ese individuo, para curarlo de sus peores sentimientos, pero no fue así. Estaba muy cansada, muy agotada. Las bestias se volvieron salvajes, la gente corrió, el pobre protagonista de la actuación estaba muerto. El dolor, el sufrimiento, todo. Los focos se apagaron, ella estaba en la oscuridad. Desde la distancia, los ojos brillantes y furiosos del jefe comenzaron a seguirla. Corrió, voló, intentó escapar, pero fue inútil. Aquel hombre monstruoso, con sus propias manos, le arrancó las alas.

Gritó de dolor, pero nadie la ayudó, a nadie le importó. Estaba sola, sangrando, llorando, herida no solo físicamente, sino también emocionalmente.


Despertó de esa pesadilla. Una pesadilla recurrente, de hecho. Al mirar a su lado, él seguía durmiendo, ajeno a los horrores nocturnos de su amante. Ella prefería que siguiera así. Si se enteraba de las atrocidades que le ocurrían a ella, se quedaría muy sorprendido, desesperado. Era mejor así.

Ding, dong.

¿Qué fue eso? ¿El timbre? Miró el reloj que estaba junto a la cama. 3 AM. ¿Quién iba a llamar a la puerta a las tres de la mañana de un miércoles?

Ding, dong.

Miró a su alrededor, buscando un arma para defenderse. Un bate de béisbol, de los años universitarios de su marido. Perfecto. Valiente, ya armada, bajó las escaleras, hasta el salón, y luego hasta la puerta principal. Cuando se acercó a la entrada, vio a través de la mirilla.

Ding, dong.

El curioso visitante era un hombre mayor, de pelo despeinado y sucio, con cicatrices por todo el cuerpo. Con una pata de palo, un parche en el ojo y un garfio, parecía un pirata. En su única mano, la izquierda, sostenía un huevo grande y pesado con manchas rojas, un huevo de mantícora.

—¿Por qué estás aquí? —Se limitó a preguntar, sin mencionar la posibilidad de abrir la puerta.

—El circo ha llegado a la ciudad, —respondió, con la voz ronca y débil—. Pensé en visitarte.

Se tomó unos segundos para pensar. Él, temiendo que fuera una mala idea, comenzó a alejarse de la casa antes de notar que la puerta se abría.

—Pasa, —dijo en voz baja. Ella le dejó entrar en la casa y le guió hasta el salón. Ambos se sentaron en sofás diferentes, alejados el uno del otro, sin mirar siquiera en sus respectivas direcciones.

Se produjo un largo silencio, un silencio incómodo y nervioso. El tiempo y la distancia los convertían en completos desconocidos el uno para el otro. Eran cercanos, familiares, pero eso había sido antes. Ahora eran personas diferentes, no la chica que él conocía ni el hombre que ella conocía. El silencio se rompió con una tímida tos.

—Entonces, ¿cómo te va? —El anciano volvió a iniciar la conversación, abrazando el enorme huevo que tenía en su regazo.

—Estoy bien. —Respondió sin ninguna emoción. Al menos intentó ser fría—. ¿Por qué has venido aquí?

—Te lo acabo de decir, el circo llegó a la ciudad. —Forzó una risa, angustiado por la energía negativa de esa frase—. Además, ¡ya casi es Navidad! Solo quería ver a mi…

Ella le interrumpió.

—Está bien, pero, ¿por qué… esto? —Y señaló el huevo, curiosa.

Se alegró de que se lo preguntara.

—¡Oh, es un regalo!

—¿Un huevo de mantícora? ¿Como regalo navideño? Sabes que si me quedara con uno de esos aquí, los de la esecepé me atraparían.

—¿Los de la esecepé? —Puso los ojos en blanco mientras se cruzaba de brazos—. ¡Nadie de la esecepé se ha resfriado nunca por nuestra culpa! ¡Somos circenses!

—Ustedes son circenses.

Esas palabras le rompieron el corazón. Ella estaba negando sus orígenes. Su boca se abrió y se cerró una y otra vez mientras intentaba formular una respuesta ante aquella blasfema afirmación, incrédulo por lo que acababa de escuchar. Antes de que pudiera hablar, ella continuó.

—Creo que deberías irte.

—¡No, no! —Se limitó a gritar antes de que ella pudiera decirle que se callara, temiendo que alguien pudiera despertarse.

—No quiero acordarme de…

—Él ya no es el dueño. —Fue rápido, lo dijo en un intento de llamar su atención.

—¿Qué? —Su voz se perdió, se volvió débil con esa revelación.

—Icky, Manny y Lolly están al mando del circo ahora. —Se acercó a ella mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas de esperanza.

—¿Qué le pasó a él? —Su cara era de incredulidad. No podía entender si lo decía en serio, aunque estaba segura de que el hombre nunca le mentiría. La mente retorcida que la rompía por dentro ya no existía. Quería saber la verdad, quería conocer el destino de su torturador, el origen de sus pesadillas.

—Nadie lo sabe con certeza. —Admitió con tristeza—. Algunos dicen que los payasos se deshicieron de él, otros que huyó. Incluso he oído a alguien decir que yo se lo di de comer a las mantícoras. Pero no, nunca se comerían algo tan desagradable. —Y mientras pensaba en ello, continuó—. Pero si hubiese podido, lo habría hecho. Era lo que se merecía.

Ella estaba inmóvil. Las lágrimas corrían por su rostro. Cuando se disponía a decir algo, empezó a llorar. Al principio, él se sorprendió, luego se mostró inquisitivo. Se trataba del sonido de un bebé. Cuando ella subió corriendo las escaleras y entró en una habitación, él dejó el huevo sobre el sofá y la siguió, aunque no lo invitara. Era una habitación rosada, llena de osos de peluche y muñecas. El olor característico del talco para bebés invadió su nariz. En una cuna, al fondo de la habitación, una pequeña niña llamaba a su madre.

—¿Ella es…?

—Mi hija. —Dijo mientras cogía a la niña en brazos. La bebé tenía los mismos ojos azules y el mismo pelo dorado que su madre. Mientras amamantaba a la niña, no notó que él se limpiaba las lágrimas de su propia cara con la muñeca de la manga, conmovido por la situación.

—¿Por qué no me hablaste de ella? ¡Deberías haberme enviado una carta!

Ella no podía pensar en una respuesta adecuada. No había respuesta más allá del hecho de que quería alejarse de algo que ya no existía. Él extendió las manos hacia el bebé. Vacilante, ella le dio al niño para que lo sostuviera. El anciano calmó al bebé con una canción de cuna.

—Mi dulce ángel, conozco nuestro pasado y lo lamento infinitamente. —Miró a la orgullosa madre, sonriendo incluso detrás de las lágrimas—. Pero no quiero estar lejos de ti. Soy tu padre, soy el que te ha cuidado. Por favor, déjame tener otra oportunidad de ser tu padre, de ser abuelo y de ser suegro. ¡Por favor!

Reflexionó sobre esa imagen. Su viejo y harapiento padre sosteniendo a su bebé, llorando y rogando por otra oportunidad. ¿Podría perdonar y olvidar todos los traumas que tenía? ¿Las cicatrices en su espalda, las cicatrices en su corazón? ¿Debía aceptarlo de nuevo en su vida como si nada hubiera pasado?


Sacó el pavo cocido del horno y lo puso sobre la mesa de la cocina. Al hacerlo, la niña entró corriendo, seguida por una extraña criatura, un cachorro de león con cola de escorpión, que jugaba con la niña, igual que un perrito. La mujer le sonrió al dúo mientras salía de la habitación, para ir al patio trasero.

—¡Ya casi es la hora de la cena! ¡No se queden fuera mucho tiempo! —Recibió una respuesta positiva.

Al llevar la comida a la mesa, fue interceptada por un humanoide alto, delgado y pálido que la miraba. La criatura se ofreció silenciosamente a llevar el pavo a la mesa, lo que ella aceptó cediéndole la bandeja.

—¡Gracias, Sr. Noodles!

Mientras se dirigía al salón, saludó a algunos de los visitantes de la noche. Un hombre con la cara al revés, dos simpáticas chicas payaso, un hombre babosa, un hombre pez, y la cabeza cercenada, pero viva, de una señora. Cuando llamó a su marido, sus suegros se acercaron, visiblemente asustados por la familia de su nuera. A ella no le importaba. Por fin era feliz, y estaba de vuelta con sus seres queridos.

Y esa gran y feliz familia tuvo un maravilloso banquete de Navidad juntos.

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