Dulces del Dentista

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El corazón le latía tan fuerte en el pecho que por un breve momento temió que simplemente se le fuera a caer.
La voz de la razón dentro de ella era consciente de que eso no era posible; sin embargo, tampoco había esperado pisar el consultorio de un dentista otra vez, así que posiblemente hubiera más reglas dentro de su realidad a punto de romperse hoy.

El zumbido mecánico la sacó de su fantasía de un corazón caído.
Nunca le habían gustado los dentistas. Algo la inquietaba sobre la idea de que un extraño tocara dentro de su boca sin poder ver nada ni saber exactamente lo que estaba pasando.

Pero ese sufrimiento la haría enloquecer de otra manera.
Así que decidió seguir la recomendación de su amiga. Había un nuevo dentista en la ciudad y todo el mundo lo alababa con términos elogiosos.
Incluso su amiga, cuyos dientes estaban anteriormente manchados de amarillo por los cigarrillos y el café, tenía ahora unos dientes blancos y brillantes y se veía como que no podía dejar de sonreír.

"No te preocupes. Apenas sentirás algo. Quizás un poquito de presión.”

El dentista tenía un acento extraño y parecía tener que concentrarse demasiado en cada palabra pronunciada.

Ella no sintió nada. Ni presión, ni escozor, ni pinchazos. Sin embargo, no sintió nada en los dedos. Y tampoco en los pies. Ella tampoco se dirigió al doctor.

"Tranquila, mi amor. Tus dientes pronto estarán impecables. Perfectos".

Le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica cuando le arrancó el diente de la mandíbula, pero no sintió el dolor.

El dentista se inclinó sobre ella, acariciando su brazo con una mano enguantada, casi de forma reconfortante o consoladora. Ella notó que sus dedos eran más largos de lo que deberían.
Le sonrió, con los dientes brillando como un anuncio de pasta de dientes, pero tan radiantes y luminosos que casi la cegaron.
"Pronto, mi amor. No temas".

Él seguía sonriéndole con su sonrisa de abuelo mientras levantaba la otra mano, con su diente entre el pulgar y el índice. Al principio ella pensó que sólo quería mostrarle el culpable del dolor, pero su mano puso el diente entre sus labios y con un repugnante crujido sus mandíbulas comenzaron a triturar su diente.
Gruñó mientras tragaba. Luego volvió a sonreír.

"Mi amor. Eres mía".

Ahora ella también sonrió. Era suya; qué hermoso.

Tarareando felizmente, el dentista volvió a trabajar, sacó diente por diente y los guardó todos cuidadosamente en una caja de metal negra.

Seguro que tardó unas cuantas horas, pero se sintió embriagada. Sabía que el dentista era el mejor doctor que había conocido. Quizá fuera el mejor doctor del mundo.

Vio cómo le aplicaba una pasta refrescante en las encías y, al cabo de unos minutos, sus nuevos dientes crecieron por fin.
No le dolió, sólo le hizo cosquillas y empezó a echar risitas.

"Mi amor, puedes irte", le dijo él y la ayudó a levantarse. Le aseguró que nunca más tendría que ir al dentista. Esos dientes serían para siempre. Sólo se los quitaría en el momento en que ella muriera.

Con una nueva y brillante sonrisa, se despidió del médico.
Mañana volvería con su hija.

Nunca le habían gustado los dentistas, pero éste le encantaba.

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