Parroquia Virgen de las Peñas, Arica, Chile.
Respecto a la masacre en Orlando...
El asesinato de estas personas es un crimen que viola el mandamiento expreso de Dios: no matar. Y no está alcanzado por ninguna de las excepciones legítimas, como la de quitar la vida en defensa propia, la de terceros inocentes, en defensa de la patria o ejerciendo la potestad de la justicia de condenar legítimamente a muerte.
Hemos visto los comentarios de lectores de la web de muchos diarios. Hay una notable cantidad que bromea con el caso. Bromas que sugieren justificación y ciertamente no condicen con los sentimientos declarados de las autoridades.
Los bromistas de los comentarios en cierto modo representan un sentir mayoritario: las comunidades autodenominadas LGBT no tienen la simpatía de la gente. Más bien desprecio por sus vicios.
Quiero decir, no me complace ver como algunos zapatean sobre los cadáveres, aunque el juicio moral, o precisamente porque el juicio moral que tenemos de los vicios que dominaron sus vidas nos hace presumir que muchos se han condenado al fuego del infierno. Incluyendo al asesino. Eso no es motivo de celebración. Es un triunfo del demonio.
Y sin embargo, no se puede negar a nadie el derecho de presumir lo que todo indica: que estas personas no estaban realizando ninguna actividad moralmente inocente. La calificación de “inocentes” es la que más zumba en el oído del fiel católico. Porque aun suponiendo que no estuviesen violando ninguna ley (como la de tráfico o venta de estupefacientes, proxenetismo o prostitución), apartándonos de toda consideración legal, si en ese sentido se usó la palabra en el comunicado del papa, “inocentes” parece una calificación desmedida y sin fundamentos para describir quienes hacen gala de ir contra las leyes de Dios. No fue atacado un colegio primario o a un jardín maternal. No son inocentes los que participaban en actos sodomíticos.1
El padre Díaz releyó lo que había escrito, no buscaba faltas ortográficas, eso se vería después, lo que buscaba es que las ideas fueran expresadas con suficiente fuerza, que el mensaje llegara con claridad y vigor a sus lectores.
Eran las 11:30 de la noche y en la iglesia ya no quedaba nadie, todos se habían retirado excepto el, quien continuaba en su oficina, escribiendo su artículo para su blog personal y para catolicosdehoyendia.cl. Estaba inspirado, las palabras fluían naturalmente de sus dedos pasando al teclado y de allí a la página de Word. Por eso no escucho abrirse la puerta y no se dio cuenta de que ya no estaba solo hasta que noto dos figuras paradas frente a él.
— Eeemh… ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan?
Reconoció a uno de ellos, era Juan, un chico de unos veinte años, ex-monaguillo, a quien no veía hace meses aunque antes no faltaba a ninguna misa, el otro era un tipo de unos treinta años, barbudo, pelo largo, con una pinta de flaite2 que se distinguía a cuadras de distancia.
—Soy yo, Juan —dijo uno de ellos, y señalando a su acompañante agregó— El es Yonathan Becerra… Padre Díaz ¿se acuerda de nosotros?
Juan se veía tímido, indeciso, no parecía saber qué hacer con sus manos, el tal Yonathan por su parte, se mostraba mucho más seguro, confiado, paseando su mirada por toda la oficina del padre con una curiosidad maleducada.
—¿Se acuerda de mi? La familia de mi novia vino a pedirle consejo… y usted dijo que la gente no podía cambiar.
De pronto, la luz se hizo en la memoria del padre Díaz y recordó la historia del tal Becerra. Fue hace unos cinco años, el era un delincuente de poca monta, robos en casas sin moradores, venta de objetos robados, cosas así. Hasta que se enamoró de una chica de 17 años, católica ferviente y con la férrea determinación de salvarlo, quien le dijo que no podría haber nunca nada entre los dos si él seguía con su vida criminal, y el, enamorado hasta las patas, prometió regenerarse y convertirse en un hombre de bien. Los padres de ella no estaban muy convencidos de su cambio y le pidieron consejo al padre Díaz… quien les dijo que la gente no cambiaba, que la mala semilla no podía volverse buena, que el árbol torcido nunca se enderezaba, y que la labor de unos buenos padres era impedir que su hija volviera a ver a aquel delincuente.
—Si, te recuerdo… ¿Qué vienes a hacer acá? —el padre sintió de pronto una aguja de hielo recorriéndole la espalda cuando Yonathan saco de entre sus ropas un revolver, el cual colocó sobre el escritorio, casi como si fuera un regalo para el padre.
—Yo, yo… no tengo mucho dinero —tartamudeó— Aquí está mi billetera… puedo buscar unos fondos que…
—No, no, no… no es nada de eso —Juan parecía casi avergonzado de que pensara que habían venido a robarle— No se trata de eso, es otra cosa.
—¿Se acuerda de lo que le dijo a los papás de mi novia? —Yonathan volvió a coger el arma— Les dijo que yo no podía cambiar, que siempre iba a ser un delincuente… Bueno padre, he cambiado, soy un hombre mejor, y hemos venido para que usted también cambie.
Salieron de su oficina y atravesaron la iglesia para dirigirse al exterior, en medio de su miedo el padre miró hacia el altar mayor, esperando encontrar consuelo en la imagen de Cristo, quien murió por nuestros pecados. Y casi se atragantó. Al principio fue la sorpresa, la estupefacción, luego la indignación, no podía creer que fueran tan profanos.
Porque el Cristo de la iglesia estaba cubierto de hojas, una especie de enredadera en torno a sus brazos, piernas, en torno a todo su cuerpo, prolongándose hasta cubrir el altar donde se depositaban el pan y el vino consagrado, y sobre su cabeza, en vez de una corona de espinas, había una corona de flores, flores rojas y amarillas. Ya no era un símbolo del dolor y el sufrimiento humano, ahora… era simplemente ridículo.
No hallaba palabras lo bastante ofensivas como para expresar su indignación, hasta que sintió el cañón del revolver presionando en su espalda.
—Vamos padre, muévase, no se quede quieto —le dijo Juan.
—Recuerde, nuestras ordenes no son hacerle daño, pero si se escapa, si intenta pedir auxilio… —agregó Yonathan, el padre Díaz nunca había escuchado antes unos signos suspensivos tan amenazantes, así que se puso en marcha de nuevo.
Cruzaron la iglesia, increíblemente silenciosa excepto por sus pasos, y cuando pasaron cerca de la pila bautismal Juan se detuvo un momento para arrojar algo en el agua bendita. Era una semilla verde, similar a un poroto o frijol, la cual flotó en la superficie por un momento sin cambio alguno, hasta que se hinchó, se expandió, se redondeo, la piel se rasgó y brotó como tentáculos verdes, a una velocidad increíble.
Salieron a la calle, iluminada con la amarillenta luz de los faroles, luz que al padre Díaz le pareció enfermiza. Aun no era la medianoche pero las calles estaban totalmente vacías, y el padre se sintió horriblemente solo y desesperanzado.
Lo encaminaron hacia un vehículo estacionado, un Toyota viejo y con manchas de oxido.
—Metámoslo en la cajuela —dijo Juan.
—No, tengo la puerta mala, no cierra… Mejor que se eche en el asiento trasero, acostadito y quieto —propuso Yonathan.
Entraron al auto y Juan le paso al padre una bolsa de papel muy gruesa y con restos de un polvo fino, que decía “pegamento para baldosas”
—Póngase esto padre.
—Voy a ahogarme con esa cosa —Díaz ya sentía que le faltaba la respiración— En serio, me voy a asfixiar.
—Cierto ¿Cómo tan ordinario Juan?, mira, tengo esta frazada, que el padre se eche y se la ponemos encima.
Y así fue como el padre Díaz se encontró convertido en un bulto en el asiento trasero de un viejo Toyota. Yonathan le advirtió de nuevo (“Ni se le ocurra tratar de escapar, padre, o de avisarle a alguien o cualquier otra cosa, porque si no…”) y se pusieron en marcha.
Sería una obviedad decir que esos fueron los momentos más angustiantes en la vida del padre, el miedo se volvía peor al no tener idea de cuál era el propósito de sus secuestradores. Les dijo que si era para pedir rescate no valía la pena llevárselo, que la iglesia no era rica, que no tenia recursos… luego lo pensó mejor y dijo que sí, que la iglesia pagaría por él, que recibirían una recompensa por liberarlo, que debía ser bien tratado porque si no el arzobispado no pagaría un peso si algo le pasaba… Ya iba a hablarles sobre las durísimas penas que tenia la ley chilena para los secuestradores cuando Yonathan le dijo que se callara de una puta vez o si no le volaría los dientes.
No supo en qué momento abandonaron la ciudad, simplemente se dio cuenta de pronto de que el sonido del trafico había desaparecido, el auto continuaba su camino sin detenerse, ocasionalmente escuchando el ruido de otro motor que crecía, se acercaba y luego volvía a alejarse. Seguramente iban por alguna carretera pero al padre le era imposible ubicarse y menos imaginar a donde lo llevarían.
Sintió de pronto que el auto disminuía su velocidad, daba saltos y traqueteaba, seguramente habían abandonado el asfalto y ahora continuaban por algún camino de tierra. Eso duro un par de minutos, hasta que el auto se detuvo.
—Llegamos… Padre Díaz, ahora puede bajarse.
Las piernas le temblaban, aunque no tanto por miedo como por toda la tensión física y nerviosa, y todo el tiempo en que permaneció rígido en el asiento trasero. Finalmente se puso de pie y miro a su alrededor.
—¿Dónde… donde mierda estoy?
Estaba en un bosque.
Continuara…