Puesta De Luna
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Eres una niña viviendo entre algodones despertándote de tu agitado sueño. Un sueño de alguien como tú, alguien destinada a sentarse a Su diestra, atrapada en la gris y ferrosa oscuridad. Sientes que quieres, que debes ayudarla pero no sabes cómo. Sólo eres una niña.

Después de vestirte, realizas tu paseo de rutina. Puertas que dan a ninguna parte, habitaciones cerradas con pestillo de lo que sólo se podían ver muebles y muebles bajo el velo, a la espera de que los estrenara su verdadero dueño. Por alguna razón sientes que no eres tú. Como mucho eres una invitada, pero debo añadir, de honor.

Cuando nace la luz mercúrea, siempre aparecen dos masas de carne viva y pútrida con una excusa de dientes en una hendidura que sirve como boca a la altura de la cara. Siempre te encuentran, ya estés en el comedor o en el gran salón. Te tendrían que dar miedo y devorarte como abominaciones que son para los tuyos, pero sólo piden gentilmente que vuelvas a tus aposentos. Y obedeces, porque la luz refleja lo que son: buenos conejos.

Siempre antes de dormir, te asomas a la única ventana que puedes ver. Alcanzas a ver el calmado río bañando la sucia ribera llena de tierra. A lo lejos se divisa un tupido bosque del que no se oye ningún animal. Cada vez que lo miras, te entra nostalgia.

Otra noche, otro sueño agitado pero era diferente. Estás en el bosque sola, buscando a tus padres. Te sientes sola, húmeda, con la fría agua apagando tu espíritu infantil. Cuando menos te lo esperas, aparece un lindo conejo. Sus afables ojos rojos te indican que es amistoso y te insinúa que le sigas. No sabes por qué, pero sientes que debes hacerlo.

Tras correr y tropezándote, tú y el conejo llegáis a un río en reposo. El conejo se zambulla y tú sientes el deseo de seguirlo, él tiene el derecho de que le hagas caso. Te sumerges en el agua y tan pronto como alcanzas al ansiado lagomorfo, una masa indescriptible con faz leporina sale de él y te arrastra hacia abajo y-

Te despierta antes de hora una de esas masas que se hacen llamar sirvientes. Recibes una noticia inaudita: el rey va a organizar una cena en el gran salón.

Por primera vez ves al rey; dos metros de horror encarnado, con músculos y piel del revés, huesos contorneados en posiciones imposibles, junto a una faz lagomorfa ordinaria como cara en aquella abominación. Como su invitada de honor, te sientas a su diestra.

Todo el festín pasó como una memoria borrosa. Platos que no habías oído nunca, los chillidos alegres de los conejos, el rey con una copa de vino argéntea y una gran admiración hacia tu persona. Tu mente vuelve a su lugar cuando el rey te pide que le acompañes a una de las habitaciones cerradas.

Entráis a aquella habitación digna de un rey. En ella hay un espejo, varias cómodas, una cama para dos y una pequeña ventana. En el espejo se ve una niña con cabellos áureos como los tuyos, una cara inocente con unos hermosos ojos verdes idéntica a la de tu primer sueño. Te mira expectante y con una tímida sonrisa empieza a susurrar: "su... derecho... déjale entrar… déjame volver".

El rey, ahora convertido en un apuesto hombre salido de un cuento de hadas con la delicadeza del conejo, te suplica que debes ser uno con él para rescatar a la consorte de los captores. Te intentas rehusar pero algo en tu interior dice que debes de hacerlo, debes salvar a esa alma de esos hombres del frío metal.

Te postras en la cama y abres las piernas hasta que tu vestido ya no ofrece protección alguna. Sólo quieres que pase rápido y puedas volver a tu vida normal, una vida sin conejos, sin puertas que desaparecen y una vida con tus padres. Cierras los ojos e imaginas que aquella niña será feliz, mientras una masa cilíndrica se une poco a poco con tu feminidad.

El leve placer que podrías haber sentido se torna en un dolor paralizante causado por la diferencia de tamaños. Intentas darle voz, pero no lo escucharán. "Ella aun no ha sido liberada", dijo el rey.

El dolor es tan fuerte que tu garganta no emite sonido y no te deja cerrar los ojos. Es en ese instante que la ves salir del espejo. A esa débil niña como tú que volvía a ser alegre y jovial mientras sientes que tu último reposo es más próximo. Tus últimos instantes se centran en dejar de mirar a tu asesina indirecta y se dirigen a la ventana. Por fin ves un amanecer antes de que la ventana desaparezca.



— Mi amor, nunca creerías que harías eso por mí.

— Mi querida Eostre, a veces debo hacer cosas de las que no me enorgullezco, aunque sea mezclarme con los Hijos del Hierro y del Sol…

— Lo entiendo, ellos no conocen los muchos rostros de nuestras tierras.

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