El Peso de la Revolución

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—Ponle más queso, mi chamo.

La arepa caliente entre sus manos era una delicia luego de pasar todo el inicio de la mañana entrenando. O al menos así lo veía Manuela mientras se sentaba junto a otros miembros uniformados a desayunar. Algunos gritaban cosas, otros bromeaban y se golpeaban, algunos otros la miraban con ojos que hubiera deseado arrancárselos, pero ella no estaba allí por eso.

Ella estaba allí por unos ideales, sus ideales, los que arrastraba desde los entrenamientos en Cauca, los que llevaba consigo aferrados al pecho desde antes incluso de enlistarse. Claro, gente como quien exigía más queso al cocinero pensaban distinto, o si pensaban igual lo hacían en silencio.

—Mira mija —le decía mientras se amarraba el canoso pelo castaño en una cola—, esto si es comida de la buena, no joda.

—Está sabrosa —respondía Manuela, tragando un pedazo de arepa y tomando un poco de su café—, pero es raro. No teníamos estos suministros en mi anterior base.

La señora canosa la ve mientras levanta una ceja, un hilo de queso cuelga de su boca, mastica con lentitud. Al terminar sonríe de oreja a oreja, asustando un poco a Manuela.

—Oh, así que eres la novata —limpió su gruesa mano de su camisa y la extendió a la nueva. Sus nudosos nudillos declaraban tanto como lo hacían sus canas—, Sargento Segunda Alejandra Sosa.

Manuela se tensó de golpe. Saltó de su asiento y se paró firme, saludando a quien era la superior.

—¡Dragoneante Manuela Arenas, señora!

El lugar se puso en silencio, ni si quiera el masticar de los más cerdos soldados del escuadrón se escuchaba. Todos miraban a Manuela, y ella miraba a la Sargento, esperando alguna orden o alguna forma de seguir con su desayuno. El sudor caía por su morena tez mientras pensaba con rapidez todas las cosas que había dicho, esperando no haberla insultado. Por su tren del pensamiento corrían ideas locas y fugaces, las noches en vigilia en la frontera no podían ser en vano por un mal saludo. Solo pensaba en la sonrisa de la Sargento mientras colgaba el hilo de queso de su boca, en su pelo blanco y en sus nudillos nudoso. Ya era tarde cuando se dio cuenta que todo el lugar se estaba riendo.

El rojo le subió al rostro cuando aterrizo de sus pensamientos directo a la cocina. Donde todos (incluida la Sargento, con el hilo de queso todavía colgando) estaban riéndose a carcajada suelta. Manuela miró directo a Sosa, una mueca de ira en su rostro, hasta que recordó cuál era su rango, y volvió a levantar la cara.

—Vamos “Dragoneante” —dijo burlona mientras señalaba que se sentara—, usted venga y relájese. No me gustan esas formalidades. Aquí entre nosotros alguien debe mantener las distancias con el pelotón, pero otros—, da una fuerte palmada en el hombro al soldado a su izquierda, quien escupe parte del café del impacto—, debemos conocer de cerca a nuestras unidades.

Manuela asiente con fuerza mientras termina de comerse su arepa. Sus ojos están centrados en las arrugas de la Sargento Sosa, esas pequeñas patitas de gallo que lo hacen pensar a uno en cómo llegó tan lejos en un ambiente tan hostil. Pero Manuela no estaba allí para eso, ella estaba para servir a su gente, como había jurado cuando la ascendieron.

Mientras la cocina se iba vaciando, los soldados iban poco a poco a sus puestos de trabajo. Hoy a ella le tocaba ir a vigilar los exteriores de la zona, sin embargo, un toque en los hombros selló un destino diferente aquel día.

—Dragoneante —exclamó Alejandra, gesticulando la mandíbula de formas exagerada mientras reía—, con ese espíritu viene conmigo al campo de tiro, quiero verla en acción.

—Por supuesto, señora.

—Nos vemos en 10. —Mientras giraba, un trozo de papel se dejó ver a través del uniforme, estaba oculta entre su pecho. Un pedazo tan pequeño que nadie lo hubiera notado en una ventisca, nadie le hubiera dado importancia.

Nadie excepto Manuela Arenas.

—¡¿Qué anda viendo, Soldado?! —, escucharla gritar, mientras su voz rebotaba en las paredes de cal de la cocina, hacía a la enana Arenas sentirse aún más pequeña a su lado— ¡Ahora nos vemos en siete, y más le vale traer el fusil cargado y los zapatos pulidos!

Una ceja se levantaba mientras giraba para seguir al pie de la letra lo que su superior había ordenado. Algo no se sentía correcto para Manuela. En otras circunstancias lo dejaría escapar como una coincidencia o algo sin importancia, pero su olfato para las amenazas era agudo en aquellos días, más con el recuerdo presente de lo que le había brindado el ascenso a candidata de comandante. Aquella hazaña la había llevado donde estaba, la había elevado, así que ¿Por qué no repetirla?

Debía averiguar que estaba haciendo la Sargento.



Sin pensarlo apareció en el campo de tiro con las botas capaces de cegar con el reflejo del sol y su fusil pesado en sus manos, no tanto por su tamaño, si no por la tensión que tenía entre los dedos.

—Allí la veo, Arenas —, decía la voz de Sosa, desde las sombras del cuartel aparecía su coleta blanquecina envejecida—, quiero ver cuál es la puntería de alguien con sus—se interrumpe para mirarla de arriba abajo—, cualidades. Debe ser impresionante teniendo en cuenta que la quieren ascender.

Mientras Manuela escuchaba, la Sargento Sosa hace sonar el clic del seguro del armamento en toda su oreja. Una aturdida pero firme Manuela le asiente con confianza.

—Pero para mí siempre serás Soldado, Arenas.

Un, dos, tres ráfagas en completo silencio, que solo lo rompían el variado grupo que pasaba por allí y las detonaciones internas que hacían volar la bala del casquillo. La prueba eran disparos a distintos objetivos a 30, 60 y 90 metros. Con un ojo cerrado y otro abierto, las pupilas marrones de Manuela parecían acertar de forma eficaz en cada blanco, aunque las capacidades de su superior no eran nada despreciables, a decir verdad.

—¿Quién la trajo pa’ca, Arena? —se recostó sobre su rifle, mirándola.

—El teniente Morales me recomendó, señora.

—¿El muerto?

Un tiro largo, casi 100 metros, le dio a una botella, Manuela torció la cabeza, tronándose el cuello luego de observar su fino tiro dar en el blanco. Alejandra volvió a observarla, el silencio de Manuela dejando flotar la pregunta en el aire.

—¿De dónde es usted, Dragoneante?

—Del Valle del Cauca, señora.

Un tiro certero impactó en un árbol, con un ojo cerrado la Sargento sabía que eran unos 120 metros y sonrió a la soldado. Manuela recargó el fusil, dispuesta a seguir haciendo frente en la competición.

—¿Sargento, me deja preguntarle algo? —Su pregunta salió casi como un susurro en comparación al sonido del fusil que estremece el lugar.

—Déjese de mariconadas y pregunte, con confianza mija. —Alejandra escupe sus palabras mientras su mirada sigue a la rauda y veloz bala.

Con precisión quirúrgica, la bala arrancó el mango de su árbol a unos 160 metros de las guerrilleras.

—¿Recuerda por qué se unió a la Guerrilla?

Alejandra respira profundo, aprieta los nudillos mientras ve un ave pasar, desde sus vísceras un pensamiento llega y aprieta el gatillo en una fracción de segundo. Un alarido de dolor se empieza y se calla en un segundo, seguido por un sonido seco al caer.

—Eso no es su problema.

Aquella ave murió a 200 metros.

—Señora, es extraño ver a una mujer en estos lares —decía Manuela mientras su mirada estaba fija en el último objetivo de las balas de su superior—, más a una Sargento. Recuerdo que el teniente Morales contaba como su historia podría ser inspiración para los nuevos guerrilleros, para la nueva revolución.

Alejandra dejó el fusil de lado, acercándose amenazante a su subalterna. Manuela podía contar las arrugas en las patas de gallo que tenía la Sargento, marcadas a fuego en el rabillo del ojo. Las respiraciones de las dos chocaban, por dentro Manuela se sentía miniatura, pequeña, pero su porte se mantenía firme, como le habían enseñado.

—Mire, mija, desde pequeña he hecho de tripas corazón para seguir adelante. No sé qué pienses ahora, no me importa lo que usted o Morales, dios lo tenga en su gloria, querían sacar de esta revolución —se irguió, observando con aquella mirada llena de arrugas, sus ojos avellanados, pequeños cual pepas de lechosa. Manuela juraría que sus orejas grandes se abatían contra la leve brisa—, pero manténgase a raya, enana.

Manuela abrió la boca, solo para cerrarla de inmediato, vacilante.

—Señora si señora.

—Dentro de unos minutos toca la guardia del frente —dice mientras se da la vuelta y continua su camino dentro del cuartel—, usted y Gutiérrez cuidarán esa zona hasta el almuerzo.

Los cortos cabellos de Manuela se batían al viento mientras su mente divagaba sobre la figura de su Sargento. Sus dedos apretados en el arma mientras caminaban por los estrechos senderos, pensando sobre las palabras que habían sido casi gritadas en aquel campo de tiro. La forma en la que hablaba de su anterior superior le revolvía el estómago que no podía explicar.

Su tren de pensamiento se detuvo en el instante que se consiguió con Gutiérrez.

Manuela no podría describir a Gutiérrez más que como alguien totalmente llevao’. Los ojos en sus cuencas, profundas cual cráter de explosiva, le veían fijo. Tenía buena musculatura, eso no lo podía negar, y casi le doblaba el tamaño, pero eso no era de extrañar.

—Allí anda usted, Arenas. —dijo con su voz raspada y aguda. Manuela la comparaba con el raspar de una pizarra.

Le respondió con un movimiento de cabeza y el soldado se movió un poco a su izquierda. La zona de la entrada de vehículos estaba algo deteriorada, llena de tierra, agua y sobre todo barro. Los ojos de Manuela se entrecerraban ante la luz intensa del sol.

—¿Entós’ qué, Arenas?

—¿Qué de qué?

—No se haga la güevona —pateó una roca mientras apretaba el rifle a su cuerpo—, ya la vimos hablando con la Sargento por allí.

—Ajá ¿y? —dijo chasqueando la lengua, a lo lejos pudo notar que varios camiones se iban acercando.

—Flaca, sé que no nos hablamos desde el entrenamiento en Cauca —su voz se proyectaba lo suficiente como para espantar a una de las aves alrededor. Al darse cuenta, se acercó a Manuela y susurró—, pero mira, la Sargento es toda una joyita. Hasta he escuchado que “El Jefe” la va a sacar pronto de aquí.

Aquel nombre le hacía chispas en el cerebro, de esas que son parcialmente agradables y aterradoras a la vez. Pocas veces había tenido (para ella, placer) de verlo, pero con sus lentes y su barba corta de profesor, “El Jefe” no daba el aspecto de ser un líder revolucionario.

Bueno, al menos le hacía parecer uno aburrido a ojos de Manuela.

—Dicen —siguió—, que se está metiendo donde no la llaman. Anda viendo de más en los planes del Jefe —Soltó un risa, de esas que repugnaban a Manuela: una risa desinteresada—, algunos dicen que el Jefe solo la mantiene cerca para tener carne e’ cañón si hace falta.

—Hum —ladeó la cabeza mientras miraba al vehículo acercarse de a poco, miró un momento atrás y pudo ver a la Sargento recostada de un árbol, sus ojos fijos en el piso mientras ella masticaba algo entre sus dientes. Su mirada en el suelo parecía demasiado concentrada en no darle importancia al vehículo que llegaba. Lo suficientemente lejos como para no oír su conversación, lo suficientemente cerca para intimidar a cualquiera.

Manuela abrió la boca, pero fue interrumpida por Gutiérrez.

—Flaca, las cosas no están fáciles, flaca —dijo mientras se limpiaba un sucio entre los dientes—, el Jefe anda viendo vainas que no debería. Se anda metiendo con cosas er’ diablo.

—No hables paja Gutiérrez. —exclamó cortante Manuela, aunque una parte de ella sabía que esos rumores existían.

—¡Es verdad Flaca! —exclamó mientras revisaba por encima los vehículos al frente, eran unos cuatro camiones con varios cargamentos y personal que el Jefe había pedido unas noches antes, nada fuera de la rutina—.Un parcero del Bloque Sur me contó que encontraron algo en Chocó, una bicha toda fea salió del mar y empezó a correr a to’ el gentió de allí. Esas cosas existen, y el Jefe lo sabe. Dicen las malas lenguas que está juntando cosas, cosas llevadas por er’ mismísimo diablo. Estoy seguro que haría lo que fuera para ganar esta vaina.

Manuela le dedicó una mirada que solo podía expresarse como “Bah, puro cuento”, y destinó toda su atención al trabajo que tenía por delante. Uno por uno, comenzaron a llegar los vehículos. Todo era el proceso rutinario: preguntar, chequear, continuar. Algunos traían personal en el cargamento, otros comida, otros material para la construcciones del lugar.

Manuela vaciló un poco cuando la temperatura bajó al pasar un camión con una caja que ocupaba casi todo el espacio. Acercando su mano , sintió frio en su palma, observando algo de escarcha pegada en el exterior de la caja. Gutiérrez le dirigió un “Te lo dije” con su mirada y cerraron la cajuela del camión.

—Ay virgencita, protégenos —expresó Gutiérrez, entre aterrado y burlón.

El último conductor era un muchacho joven, en el inicio de sus veintes. Tenía una marca en el rostro, parecía un corte profundo, Manuela intentaba con todas sus fuerzas no mirarla. Junto a él, un viejo con sombrero saludaba alegre a la soldado, que solo asintió con la cabeza mientras revisaba el cargamento. No parecía nada fuera de lo común, pero algo en sus vísceras estaba alerta.

El camión se detuvo de golpe con un sonido de ahogue del motor. El joven se bajó y abrió el capó. Por primera vez en lo que parecían horas, Alejandra movió un músculo, dejando la sombra del árbol y tomando rumbo al otro lado de la carretera. Por el ángulo, no podía ver más que el cajón del camión, pero ella juraría que su Sargento tardó unos segundos de más antes de salir del punto ciego.

A medio camino, tanto Manuela como Alejandra se dirigieron la mirada, en los ojos de la señora de pelos canos se sentía un fuego ardiente al notar la vista fija de la más joven, que volteó rápidamente. La duda ya no solo estaba sembrada, estaba floreciendo y cultivando los frutos de la curiosidad, pero también los de la ira. Manuela cerró su puño mientras pensaba en las muchas oportunidades que hubo para que alguien de mayor rango viera que hay algo allí.

Chasqueó la lengua, en su mente el rostro orgulloso de Morales, con esa tez oscura y esos ojos piadosos felicitándola, bajando el arma mientras las manos de la joven todavía temblaban. Las palabras de su viejo siempre la calmaban cuando tenía un momento de estrés, y en ese momento, las recordó.

Sabía que tenía que descubrir lo que había detrás, ella era la encargada de seguir los ideales. No podía dejar que los planes del Jefe, no, de la Revolución, fueran interrumpidos.

“Llevas en tus hombros el peso de la Revolución, Mija.”



No fue hasta el final de la tarde que Manuela pudo continuar con la búsqueda para confirmar sus sospechas. La mirada de Alejandra grabada a fuego en su cerebro estaba junto a sus más grandes ideales, daría todo por ellos.

Sacudió su cabeza, tenía suficiente con el pesado aire y el cuidado de sus pisadas como para que su cerebro se llenara de pensamiento que no iban al caso actual. Sus distintos compañeros caminando por el campamento denotaban el tiempo de descanso entre los rangos más bajos. Algunos jugaban dominó mientras otros escuchaban la radio e incluso algunos hasta veían películas en proyectores que se mantenían de pie con cinta adhesiva y algo de esperanza.

En el centro del movimiento estaban dos grandes moles con su armamento pegado a su cuerpo como una extremidad más, y entre ellos, con su barba marrón y sus “cuatro pares de ojos” como pensaba Manuela, estaba “El Jefe”. Unos papeles frente al escritorio y él de pie leyendo varias cosas, señalando un mapa de la zona donde se hallaba un río. Daba más la talla de profesor de historia y geografía que de líder revolucionario.

A su alrededor, un círculo con varias figuras de mando en el lugar, todos viéndolos con caras desajustadas y signos de duda en sus cejas arqueadas. Uno de ellos era el viejo que había visto en los caminos, pero no había rastro del muchacho.

Tampoco había rastro de la Sargento.

“¡Aja!” pensó Manuela, caminando un poco alrededor para asegurarse que estaba en lo correcto. Sin rastro de ninguna de las dos personas que habían encontrado camino con ella ese mismo día. Algo debía estar pasando. Recostada de una pared, golpeaba el suelo con suavidad y ritmo en los pies mientras barajeaba posibilidades.

El lugar más seguro, pero al mismo tiempo lo suficientemente poco transitado como para hablar sin ser visto era uno que nadie accediera todo el tiempo, pero que igualmente tuviera cosas interesantes en él. El rugir de un camión distrajo a Manuela, que vio como el Jefe y otras figuras de autoridad se acercaban a ver que había en él. Era el mismo camión con la caja helada.

El ruido le había dado una idea de donde podían estar.

Caminaba ágil, pero sin correr, no quería levantar sospechas. Al final, si sus dudas sobre la Sargento estaban equivocadas, quizás era su cuello el que estaba en riesgo. O en este caso quizás más su corazón. Agitó el pensamiento y siguió adelante, al sur del lugar.

Era un edificio ruinoso cuanto menos. Sus paredes de cal tenían pelada la pintura y el techo daba nerviosismo en las noches de lluvia. La puerta principal estaba cerrada. Una luz tenue se veía desde una de las ventanas, la luz titila, como si algo o alguien estuviera pasando enfrente de ella.

Entre los árboles, lejos de la soldado y en la oscuridad, una figura se movió ágil y silenciosa a una de las puertas secundarias del recinto. Desde el ángulo oculto que tenía Manuela, casi no veía nada, pero de igual forma pudo notar un rasgo indistinguible: La cicatriz en el rostro.

Con el arma pegada al cuerpo, se desplazó por la penumbra, las puertas estaban abiertas, invitando a pasar a todo aquel que fuera llamado. Manuela sabía que no había sido invitada, pero al menos tenía su mente preparada para cualquier “fiesta” que se pudiera encontrar en aquel lugar.

En su mente, se encontraría con un plan para derrocar al poder actual en las filas de la guerrilla. Una mujer despiadada y un chico con la cara cortada sembrando la semilla de la destrucción, o agentes ocultos que han estado traficando información, todo para destruir los frutos de su revolución. Estas ideas salvajes pasaban por su cabeza mientras subía unas desvencijadas escaleras.

Lo que se encontró en aquél cuarto escaleras arriba con un suave bombillo iluminando era todo menos una fiesta. Por la pequeña apertura de la puerta veía una Alejandra parcialmente iluminada, con las manos en sus sienes, sus ojos fijos en la mesa, viendo algo que Manuela no podía detallar desde su ángulo.

Una voz resonó por el otro lado, y por el tono, Manuela supuso que era el muchacho.

—Miré doña —decía en un acento que se parecía demasiado al de Alejandra—, el viaje hasta el pueblito está caro, y este que está aquí se jode mucho para hacer sus trabajos, doña.

Alejandra quita los ojos de la mesa y lo mira, el fuego en sus pupilas se enciende. Suspira, sacando unos cuantos billetes de su bolsillo y dejándolos en la mesa. Al rato se escucha el susurro del conteo mientras el papel se rasga contra los dedos del joven.

—Hm —dice mientras chaquea la lengua—, ¿eso es todo doña? Mire esto no me alcanza ni pa’ la gasolina pueh.

La Sargento no le quita los ojos de encima al muchacho, con esa mirada capaz de revivir muertos solo para asesinarlos de nuevo en el fuego de sus pupila. Agarró algo detrás de ella y lo dejó en la mesa. A pesar de no verlo, Manuela intuyó que era.

—¡Vale, vale! —exclamó mientras el sonido de un papel arrestándose por madera resonó en el lugar—, Jesús bendito, no hace falta ponerse así Doña.

—¿Recuerdas el nombre del destino?

—Por supuesto Doña.

—No estoy para güevonadas, Vicente. Han pasado muchas cosas en esta vaina, así qué —estiró su mano y agarró lo que antes había dejado en la mesa, apuntando al muchacho—, repite el nombre.

—¡Carajo Alejandra! —gritó, para luego bajar la voz—. Para la señora Marta, en Guasdualito, en esa casita con la fachada roja y que tiene una ventana torcia’.

El sonido metálico retumbó mientras la Sargento bajaba de nuevo la mano a la mesa. Manuela contuvo la respiración manteniendo su mano libre en su boca.

—Bien. Cuando llegue al destino dile que es de parte de Alejandrita, que la veré pronto.

—Claro, Doña.

—¡Oh, y también dile que-! —vaciló un poco—, dile que la quier-

Antes de que pudiera finalizar la frase, un estruendo en una de las puertas levantó las alarmas en su cerebro. Manuela exclamó un sonoro “¡Mierda!” mientras descendía las escaleras a toda velocidad.

—¡¿Quién hijueputas anda allí?! —Alejandra gritó, su voz militar llenaba todo el lugar. Por el pequeño espacio abierto de la puerta, vio con el rabillo del ojo la cara apretada y sudorosa que había visto esa misma mañana.

—¡Mardita sea Alejandra!

—¡Maldita becerra! —La puerta se abrió de par en par, con pistola en mano, Alejandra saltó todas las escaleras, aterrizando en la parte baja, buscando a la soldado con la mirada—. ¡Ven aquí!

La respiración pesada de Manuela solo era tapada por el sonido de las duras pisadas de botas militares. La soldado estaba a unos cuantos metros de la puerta, Alejandra, sin embargo, estaba en mitad de la enorme sala, buscando.

Un pensamiento llegó a su cabeza mientras la Sargento pasaba cerca de los barriles que usaba de cobertura. El sonido de su corazón le retumbaba en los oídos, la adrenalina le llenaba la cabeza y la sangre con distintas posibilidades. Antes de que Alejandra pudiera dar un paso más, tomó la justicia por su mano.

—No se mueva. —dijo en seco la soldado, mientras apuntaba el cañón de su arma a la nuca de su superior. Lo suficientemente lejos para que no se la quitara, pero cerca, para que sienta la oscuridad que se haya en el agujero del cañón como lo que era: Una advertencia.

—¡Baje su arma soldado! —ninguna respuesta, respiraba pesado, sus canas reflejándose a la luz de la luna.

—Sube las manos —exclamó, no hubo respuesta— ¡Sube las manos!

—Chama mira —levanta sus manos, en la derecha todavía tiene su arma—, esto no nos conviene a ninguna de las dos. Hay cosas que no comprendes, pero te puedo explicar, solo calmémonos.

—Baje su arma —caminaba despacio, llevando a la sargento directo a una de las puertas. De nuevo, no hubo respuesta—, ¡Baja el arma traidora hijueputa!

—¿Qué piensas hacer, Dragoneante? —en su voz un tono de burla mientras veía a Manuela de reojo, sabía que la calma no funcionaría— ¿Vas a delatarme de traidora, como si conocieras mi vida?

—¡Baje su arma!

—¡No sabes nada! —su mano derecha se tensó en su pistola en el aire, la observó por un momento. En su memoria se formó la sensación de la asquerosa y caliente sangre en ella, cayendo gota a gota—. No sabes porque estoy aquí, no sabes lo que dicen de mí.

Alejandra sabía que Manuela tenía el mismo fuego en los ojos que ella tuvo aquel día.

—No haga esto más difícil, Alejandra —la puerta ya estaba cerca, poco a poco vería el fruto de su trabajo, el peso sobre sus hombros se volvería más ligero—, baje su arma.

—No eres más que una carajita meada con mucho orgullo para admitirlo —miró de nuevo su mano derecha—, deja toda esta mardita estupidez y vuelve a casa ¿Quieres?

A Manuela no le dio tiempo a reaccionar al tono melancólico de Alejandra cuando la puerta frente a ella se abrió de golpe. Siete guerrilleros armados apuntaban directo a ellas, y en el centro, entre las dos enormes moles, se encontraba el Jefe.

—Bajen sus armas, señoritas —dijo con su voz que solo afirmaba más la idea que tenía Manuela que parecía más profesor de Historia que Líder Revolucionario.

Sin embargo, su presencia seguía sintiéndose amenazante, más con los dos gorilas que tenía por guardaespaldas. Uno de ellos traía a un joven inconsciente entre brazos. Con una seña de manos del Jefe, el hombre lo lanzó en el piso, cayendo frente a la Sargento. Cuando Manuela lo vio, la marca en su rostro lo delató de inmediato.

—Escuchamos mucho barullo, y luego le vimos huyendo con un papel entre manos y dinero en el bolsillo.

—¡General, escúcheme un momento-!

—No ahora, Alejandra —caminó hasta llegar frente a ella, Manuela veía la escena mientras bajaba su arma—, lo que hizo la ha puesto en una posición delicada. Le conviene a usted mantener la boca cerrada.

—¡Pero General-!

—¡Silencio Soldado! —el cuerpo de ambas se tensó de golpe, el instinto militar actuando—. ¡Sus malditas cartitas pudieron ser rastreadas carajo! ¡Estamos en una situación tensa!

Alejandra bajó la cara, apretando su mano derecha y suspirando. La resignación en su mirada no es más que ceniza en las ruinas de un bosque que ardió.

—Estaba en la cuerda floja, Sosa —dijo mientras tocaba con una de sus manos la piedra azulada que le colgaba del cuello, Manuela podría jurar que los ojos le brillaron por un breve instante—. Se que aprecias a Doña Marta, pero tenemos planes más grandes e importantes que su pensión. Tarde o temprano te caerías con los kilos.

Apretó los puños, temblando. Las lágrimas estaban al borde de sus ojos, pero no dejaría que ni una sola cayera. No por él.

Manuela puso su dos manos detrás de la espalda, mirando a la nada, como tantas veces le habían enseñado. Una gota de sudor caía por su frente. Miraba al punto infinito con la llama de la juventud, había cumplido su propósito, la voz de Morales resonaba en su mente, seguía siendo el orgullo de su gente.

—En cuanto a usted, Arenas —se acercó, mirando fijamente a través de su lentes, detalló el pecho inflado y aquel fuego vibrante en los ojos, y su expresión se volvió severa, y la forma de torcer la boca denotó que estaba asqueado—, si hay algo peor que un irresponsable, es un traidor.

Manuela parpadeó, una, dos veces. La llama se debilitó. Un peso enorme se posó sobre sus hombros, debilitando sus piernas.

—¿Disculpe, General?

—¿Acaso es sorda, Arenas?

—Pero —su voz se cortaba, no creía lo que estaba pasando—, yo, eh, yo hice esto por la seguridad de la comunidad ¡Lo hice por nosotros, por la Revolución!

—No, Manuela —se alejó de ella, dándole la espalda—, lo hizo porque le dio la gana, porque necesitaba demostrar algo. Fue contra su superior de inmediato ¿Por qué?

Manuela tragó saliva.

—¿Algo le rugía en la panza, algo la llamaba a la acción? —preguntaba con su tono inamovible mientras su barba se mezclaba con el sudor y la saliva— ¿Creyó que la llenaríamos de flores, que en sus hombros recaemos nosotros?

Manuela tensó sus músculos.

—Esto no es un maldita guerra de medirse la moral y la lealtad a ver quién la tiene más grande. Tenemos problemas que usted ni siquiera comprende —estiró su mano y se acomodó el cuello de su camisa mientras giraba, dándole la espalda—. No actúe como si se las sabe todas, Manuela. No me importa de donde venga ni las estupideces que le hayan dicho.

La miró por encima de su hombro, los ojos fríos cual glaciar invadieron cada parte de la soldado. Se quedó quieta, en el lugar. Congelada.

—No es nadie en este lugar.

Caminó erguido, su espalda recta, el frio inmenso llenó todo el lugar. Chasqueó los dedos rápidamente.

—Llévenlas al Cuarto de Invitados y mañana temprano nos encargaremos de ellas.


La humedad corría por las altas paredes sin ventanas de aquel basurero. Solo estaban dos almas en aquella sala, una frente a la otra, a suficiente distancia como para no tocarse, pero con la suficiente cercanía para sentir su respiración pesada y cálida.

No había construcciones subterráneas en el cuartel, así que, a pesar de no tener ventanas, por la puerta se escapaba el sonido de un lugar apagándose, de los últimos suspiros de una comunidad que dormiría pacífica hasta la siguiente mañana.

Manuela Arenas sabía que ella no dormiría aquella noche.

La luz que pasaba por la puerta se apagó de golpe, dejando a ambas en la plena oscuridad. Aunque solo podía ver muy poco detalle, sentía sobre su frente el peso de la mirada ardiente de la que era su superior, atacándole desde el silencio y la sombra. Manuela respiraba lento, dejando que el aire lleno de sus propias exhalaciones le entrara en los pulmones.

Su mente no dejaba de vagar en las palabras del Jefe. Sentía el rugir en la panza, aunque ahora no sabía si era el hambre o el instinto. Chasqueó su lengua, “Quizás mañana todo podría estar mejor”, pensaba, “Quizás dejaron a la Sargento sin nada, pero se lo merecía”, se engañaba, “puso en riesgo los planes del Jefe, no, puso en riesgo los planes de la Revolución y su gente.“

Pensó en el rostro de Morales, en su mirada calmada, en su mano firme. Quizás era el fin, quizás le había fallado. Había depositado el peso de una generación en sus hombros y ahora es que Manuela se daba cuenta que había sucumbido bajo las toneladas.

Rezando que Alejandra no la viera, dejó caer una lágrima pesada por una mejilla mientras respiraba, y respiraba, y respiraba. Parecía que el aire nunca le llenaba el espíritu ni los pulmones. Tenía esperanza que mañana fuera un día mejor, que mañana vuelva a poder demostrar de lo que es capaz, de la razón por la que estaba allí, que podía seguir cargando la comunidad en su espalda.

Eso fue hasta que el sonido de las alarmas fue callado por un silbido que venía desde los cielos.


Con su café en mano la habitación parecía menos solitaria, menos fría, pero aquellas paredes grises seguían rodeándole con un aura imponente. La pantalla de su computadora se encendía mientras arreglaba el papeleo que estaba regado por toda la mesa. Las hojas de papel picaban un poco en los dedos al pasar por ellas y dejarlas en su sitio.

Al encender la computadora, con una mano en el ratón y otra en la taza, sus ojerosos ojos se disponían a empezar el día de trabajo. Primero lo primero, como siempre: Los correos. Como odiaba los correos, más tan tempranos, pero sabía que debía responderlos y revisarlos. El primero de ellos le llamó la atención, y en dos clics ya lo tenía abierto.

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