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La puerta se abrió, iluminando la habitación oscura. En la entrada estaba un anciano. Su rostro estaba arrugado por la edad, enrojecido, y húmedo por las lagrimas. Su cabeza estaba descubierta, los bigotes cubrían su barbilla, y su estómago estaba hundido. Era una ruina lamentable.
La habitación estaba abarrotada de mil rarezas. Retratos de tamaño natural colgaban en las paredes, representando a almirantes, generales, reyes y al propio anciano. Una exquisita cama de tamaño para reyes, con sábanas de seda y marco de caoba, estaba en el extremo trasero de la habitación. En la mesita de noche al lado había un jarrón chino raro. Y en el centro de la habitación colgaba una pesada y gruesa soga desde las vigas. Se entrelazaba al final, formando un lazo resistente. Debajo había una pequeña caja de plástico para leche.
El anciano suspiró pesadamente. Dio un paso adelante y se paró sobre la caja. Maldita, maldita, maldita sea todo el infierno, pensó. No podía retirarse, no tenia recursos, ni segundas opciones. No tenia otras opciones. No podía soportar la desgracia publica, ni promovería la agenda de los terroristas. Empezó a recitar la oración final, aunque sabía que sus pecados eran imperdonables.
'Padre santo… Tu espíritu es eternamente indulgente… Me arrepiento,' comenzó a deslizar la soga alrededor de su cuello. Se posicionó de modo que su cuello se rompiera instantáneamente. No quería morir dolorosamente por asfixia. Había oído hablar de criminales que permanecían durante horas, muriendo lentamente. Se estremeció ante la idea.
Comenzó a ahogarse de nuevo, lágrimas frescas rodaban por su rostro. Había sido hace quizás tres décadas y media, cuando él era un hombre joven. Había sido una noche fresca, suavizada por el resplandor de las farolas y la luna. Se había separado de sus amigos por la noche cuando la había espiado desde lejos.
Ella había sido hermosa. Sus labios habían hecho un puchero, sus mechones oscuros habían caído sobre sus hombros. Su nariz se curveaba majestuosamente, sus piernas eran suaves y esbeltas. Y él la deseaba tanto. Pero, ¿Qué le había hecho a esa belleza? ¡Qué había hecho!
La había llevado aparte y le había ofrecido un trago. Su lengua mordaz le fascinaba. Pero se había enterado de que ella había tenido otro, uno a quien había amado sin medida, uno con quien no podía competir. Pero solo estar con ella había sido maravilloso. Habían quedado en verse de nuevo.
Y lo hicieron. Se había sentido caer más y más profundo, de cabeza sobre los talones. Ella le había despertado, fascinado, provocado emociones contradictorias que surgían dentro de él y surgieron hacia el exterior. Se había enfurecido porque no podía tenerla. Y había decidido que haría cualquier cosa, cualquier cosa, para tener esa belleza.
Un poco de algo en su vino (solo lo mejor para ella después de todo), y lo amaba. La había llevado de regreso a su apartamento y tenía su amor, aunque solo fuera por un breve momento. Pero había entrado en pánico. Habría sido arrojado tras las rejas, sus perspectivas de futuro arruinadas, su nombre infame. ¿Qué hizo él? La tomó mientras aún estaba inconsciente, la metió en una bolsa, cerró la cremallera y la arrojó al océano. Ella se había hundido profundamente. No podría haber soportado cortarla. De todos modos no habría sufrido- todavía estaba inconsciente.
Había pensado que nadie lo sabría. Y nadie lo hizo. Había asistido a una prestigiosa universidad estadounidense. Había obtenido títulos tanto en derecho como en política. Había sido votado como alcalde de un pueblo pequeño. Y había ascendido, convirtiéndose en un prominente político. Se había casado y tuvo hijos. Su esposa no podía compararse con ella, por supuesto, pero él la amaba, porque era rápida de ingenio e intelecto. Él la adoraba en su dolor de décadas. Muchos lo querían como presidente del Perú. Vitorearon, corearon su nombre y lo saludaron en las calles.
Pero algunos habían cavado profundo. Habían llegado a su casa en plena noche, conduciendo temibles furgonetas negras. Llevaban terribles pasamontañas y lo habían amenazado a punta de pistola. Le habían dicho lo que sabían y se burlaban de él. 'Tu violaste y mataste a esa pobre chica, tu maldito enfermo,' uno de ellos dijo, agitando una Glock1 frente a su cara. 'Debería matarte ahora, pero te necesitamos. Haz lo que te digamos y no te pasará nada.
'En unos pocos días llegará un mensajero a tu oficina. Él te preguntará sobre tus hijos, y tú responderás 'están felizmente jugando bajo el sol.' Y él te dará una carta. No la abras. Dirá lo que queremos que hagas. Ábrelo cuando estés solo y luego quémalo.'
'¿Quién eres tú?' había preguntado, temblando y estremeciéndose.
'No necesitas saber mi nombre. Pero nos llamamos a sí mismos los Hijos del Sol' había dicho el terrorista con una sonrisa diabólica, 'y vana haber muchos más de nosotros.'
Pateó la caja de plástico.
Golpe.