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Nathan se despierta sobre metal, y suspira.
Se levanta y se dirige al lavabo. El cromo opaco de las paredes le devuelve la mirada, y él hace una mueca de dolor. Busca a tientas la navaja de afeitar tirándola hacia un lado. Se muerde el labio.
Ni siquiera le gusta el cromo. No sabe por qué lo eligió. ¿Aburrimiento, quizás? Agita la mano y saca el menú de opciones. El rojo es un poco fuerte. El negro le recuerda a su etapa grunge en Huoston.
Elige el verde, e inmediatamente se arrepiente. Él, Vin y Haley bebieron abstenta anoche; el color verde hace que su cabeza se maree. Vuelve a sacudir su mano y cambia de vuelta al cromo. El buen viejo cromo. Sabes dónde estás con él.
Le echa un vistazo a la hora. Falta una hora para su turno. Se sirve un poco de café y mira el colchón que se ha deslizado hasta el suelo. Orizones era todo estilo sobre substancia; las camas son poco más que bultos elevados, sin nada que sostenga al colchón en su lugar. Todo lo que necesitas es golpearlo mientras estás borracho y luego caer torpemente y…
Camina hacia la ventana. Debajo de él, a cientos de millas, estaba su hogar, y las estrellas ardían a su alrededor.
El almuerzo es a las 13:00 en punto, y consiste de una supuesta pasta sintética de proteínas o, si eres vegetariano, una ensalada de quinua. La unión insistió en la opción vegetariana a pesar de que la línea oficial de Orizones insistió en que la pasta de proteínas es tanto libre de carne como hecha de kósher. Todos escogen la opción vegetariana.
Nathan se frota la cabeza. Se jura sí mismo que nunca volverá a beber abstenta. Ve cómo Haley le da una débil sonrisa desde el otro lado del comedor, e intenta sonreírle de vuelta, pero no puede reunir la energía. Se cerca al mostrador.
—Ensalada, por favor.
—Ya no tengo. —Marjorie está en el mostrador esta vez. A Marjorie no le cae bien Nathan. A Nathan en realidad Marjorie le cae un poco bien, pero extrañamente siente que eso la molestaría más.
—La unión dijo…
—La unión no planeaba que Orizones intentase ahorrar dinero al combinar la visita del Embajador con la siguiente entrega de suministros. Ya no tenemos quinua. Así que toma un paquete de proteínas y aléjate de mi cara.
Nathan frunció el ceño.
—Le diré a Adri…
—Dile cualquier cosa a Adrian y haré que te tiren de esta estación más rápido de lo que puedes decir "quinua". Cómete tu maldita pasta.
Nathan deja que le eche la pasta a su bandeja. Puede sentir los ojos de Haley sobre él. Siente una urgencia de ir allí. Le arrastra, le quiere, le atrae.
Mira afuera de la ventana. La Tierra brilla de verde.
Las horas se convierten en días y en meses. Los turnos son todos iguales, un único momento en el tiempo con un sinfín de variaciones. A Nathan casi le gustan. Sostiene los marcos metálicos en su mano, siente su peso, repite sus acciones una y otra y otra vez mientras la construcción continúa. Lentamente, el proyecto se está completando. Provee un espacio donde las reglas son diferentes.
Después de su turno, algunas veces vuelve a su habitación y lee, algunas veces mira una película. Tiene una afición por las películas expresionistas alemanas de los 20s. Intenta no pensar en el por qué. Ocasionalmente va a beber junto a Haley y Vin. En realidad no le caen bien, pero puede pretender que tiene algo parecido a una vida. Siente que no tiene que esforzarse tanto. No tiene que pensar en el futuro, ni hacer planes, ni vivir para nada más.
Por la noche, en la oscuridad, se repite el mantra que le dijeron que repitiera.
—Yo soy Nathan Bridges. Yo soy Nathan Bridges. Yo soy Nathan Bridges. —Predeciblemente, no hace nada por él.
La nave del Embajador es un elegante conjunto de oro y adornos. Los detalles de su visita no tienen importancia; el Estado de Nueva York demandó el derecho de regular los chequeos a cambio de compartir los fondos, un privilegio del que ocasionalmente tomaban ventaja. Lo que importaba era que todos los trabajadores del Foro del Cielo de Orizones estaban en posición de firmes, organizados en filas de uniformes nítidos y pulcros.
La puerta a la nave se abre lentamente. El Embajador sale, igual de lento. Él es una caricatura. Lleva un bastón negro con punta de plata y viste un abrigo de piel sobre un traje de rayas. Es un fanático de los estilos retro; Nathan, que está íntimamente familiarizado con el siglo veinte, reprime una risita.
El Embajador no mira a ninguno de ellos. Se mueve directamente hacia la Capitana, sonriendo de forma ininterrumpida. El rostro de la Capitana mantiene su firmeza y su inexpresividad militar. El Embajador abre su boca.
—¡Salome! Qué encantador volver a verte.
La Capitana ni siquiera parpadea.
—Por el Protocolo de Potsdam, usted se referirá a mí como Capitana o Capitana Le Comte.
El Embajador sonríe aún más amplio. Sus molares son visibles. Nathan quiere moverse, pero se queda donde está. Le cae bien la Capitana; ella sigue las reglas. Sabe a qué atenerse con ella.
La conversación cambia; una serie de sosos saludos oficiales y declaraciones cuidadosamente formuladas. La Capitana luce más y más cansada; su resolución parece resbalar ligeramente. Entonces el Embajador se relaja, sacudiendo una mano y presentando a cada uno de sus empleados e inspectores de turno. Nathan se desconecta y no piensa en nada.
—Y este es el señor Obermeyer, de nuestro consulado de Berlín.
Nathan regresa de golpe. Sus ojos se disparan hacia adelante. Un hombre delgado de traje negro le mira fijamente, rígido de sorpresa.
Ya no hay ningún punto en usar amnésticos caros. Ahora se usan con moderación. Nathan recuerda ese día a la perfección. Estaba soleado, hace siete años, y los cuatro estaban sentados en un bar de SoHo. Tenían cervezas, excepto Sarah, quien tenía solo trece años y tenía una malteada.
Ella no había querido la malteada. ¿Por qué había sido ese detalle el que se había quedado en la mente de Nathan? Pero Lou había dicho que esa era la mejor malteada de ese lado de Misisipi, si el lugar aún usaba la receta antigua. Así que ella había ordenado uno para hacerle feliz, y le había gustado, y todos se habían reído, y todos sabían que nunca se volverían a ver.
Pero Fritz no se había reído. Y ahora estaba mirado afuera de la ventana, observando el fuego rojo y blanco del Sol.
—Buen lugar.
Fritz nunca se había reído. Él los había mirado con ojos asustados y cazados. Había sido como un conejo. Todos intentaron conocerle mejor, pero él se había resistido. No habían sido capaces de entenderle.
Nathan lo miró sentarse en una silla, mirando continuamente el Sol. Era seguro detrás de la ventana, pero aún podía ser intenso. Fritz debería tener… ¿Qué, treinta? ¿Treinta y dos? Él nunca dijo cuándo nació. Debe ser el último hombre de su siglo que aún caminaba.
—Así que trabajas para el Embajador. —No era una gran frase, pero a Nathan no se le ocurrió qué decir.
Fritz asintió unas pocas demasiadas veces.
—¡Sí! Sí. Es buen dinero. El trabajo me mantiene ocupado. Me mantiene enfocado. Me da una… una tarea que hacer.
Nathan suspiró.
—¿Por qué no te mantuviste en contacto, hombre? El resto de nosotros lo hicimos. ¿Qué pasó contigo?
Fritz no respondió. Hizo una mueca de dolor y miró hacia abajo. Parecía derrotado. No quería estar ahí.
La pregunta había sido cruel, y Nathan conocía la respuesta. Era la misma razón por la que no le había hablando a Sarah desde hacía cuatro años y a Lou desde hacía seis.
En 1969, Nadie estaba caminando por una banqueta en Iowa, mirando los campos de maíz. Una pequeña parte de él sintió una ola de nostalgia, pero no supo por qué. Así que encontró un granero y se sentó en el heno y pensó, y recordó otro campo de trigo en Europa, hacía mucho tiempo. No se había dado cuenta que podía sentir nostalgia por sus vidas pasadas, Casi le había dolido, así que continuó adelante.
En 2003, Nadie había arrastrado su cuerpo lentamente moribundo a una estación de gas en Montana. Era durante el invierno. Las carreteras eran frías. Ya no tenía tiempo. Había niebla por todos lados, y el pensó en Berlin, y en el joven oficial americano, y en el Hombre con su puto rifle de caza, y miró hacia arriba y rio, porque le había pasado a él y nunca había pasado.
El Hombre del Traje Blanco también había recordado, en diferentes ocasiones, en diferentes lugares. Recordó disparar una flecha en un campo de trigo de Hungría, el odio que había sentido por este acosador de la muerte. No había sabido por qué, en ese entonces. Eso le llevó más tiempo. Y recordó Berlín, también. Recordó la niebla. Recordó el dolor en sus rodillas y el frío de la tumba.
Otros recuerdos también estaban ahí. 1970, en Ohio, una pelea donde ambos se convencieron de estar en lo correcto. Un hotel en… Dios, ¿cuándo fue eso? ¿Los 2020s? ¿Los 10s? Había estado en dos cuerpos, intercambiando chistes, manipulando al otro.
Se les mete a la cabeza, cada día. Siempre te sientes fuera de tu edad, de tu tiempo, y aún así, tampoco lo haces. Cada segundo que se miran el uno al otro…
—… Solo que me recuerda lo que soy. Nadie y el Hombre eran enemigos mortales, y aún así yo era ambos. Soy tú, Nathan, soy Sarah, soy trozos y piezas de todo por lo que alguna vez pasé, y… ¿Y cómo podemos seguir adelante?
Está sollozando. Mirando hacia el piso de cromo.
Nathan no sabe qué decir. Él siente lo mismo. Él no dejó el mundo atrás y viajó en una máquina mortal hacia el espacio sin ninguna razón. Él recuerda, como todos lo hacían, lo que era ser el Hombre, ser Nadie, ser una cáscara, ser Nathan Bridges. Ya no sabe cuál de todos es. Todos desfilan como máscaras en maniquís.
—¿Por qué tenías que resistirte? —Fritz le mira, siseando sus palabras—. ¿Por qué? Nosotros… Yo… Yo estaba muerto. Estaba muerto en el piso, sin nombre e irreconocible, en el suelo fuera de mi departamento. Había terminado. Lo que quedaba de mí le pertenecía al Hombre y a Nadie y… y la tarea nunca terminó. Para Siempre. Tuve un propósito, Nathan, era…
—No eras nada. Ahora eres alguien. No sé quién es, Fritz, pero es mejor que eso. Tiene que serlo.
Nathan apenas fue consciente de que habló. Fritz estaba llorando completamente ahora, con feas lágrimas cayendo al suelo.
Nathan se acerca a él y lo abraza, porque no sabe qué más hacer. No sabe qué más hay. El Sol brilla a través de la ventana, y la habitación luce como si estuviese ardiendo.
Fritz se tranquiliza, y se vuelve a sentar. Nathan se aleja.
—¿Vas a estar bien?
Fritz le mira con los ojos enrojecidos.
—¿Sabes cómo se siente? ¿El ya no tener tiempo? ¿Estar sin ataduras, y sin embargo, no estarlo?
—Todos lo hacemos. —Las paredes eran plateadas, pero el Sol se reflejaba en cada superficie, refractando hacia las esquinas, llevándolas a la luz. ¿Habría explotado contra Fritz justo entonces? No lo sabía. Su mente se arremolinaba y se agitaba a medida que los recuerdos acudían a él. Luchando contra un hombre de traje blanco en una granja. Una habitación de hotel, sosteniendo dos cervezas, hablando con una chica con un pastel de helado. Deambulando por América. ¿Quién había sido, entonces?
—No puedo hacerlo, Nathan. —Él se voltea hacia Fritz, y lo considera. Tan perdido, tan lejos de casa. Su cabeza funciona de manera tan diferentes; banderas, imperios, reyes, y naciones. Se esforzaba mucho, pero no entendía a nadie.
—¿Quiénes eran tu padres, Fritz? —Siente las palabras salir como un hombre poseído. Fritz se pone rígido y se relaja. Se lame los labios. Tartamudea.
—Herr y Frau Obermeyer. Vivimos en Baviera. Volví ahí, pero han construido por encima de todo ahora.
—¿Cómo era?
—Era… verde. Había un río que corría a través de ahí. Ciervos en el parque. Un rebaño de vacas.
—¿Siquiera pensaste en mi infancia? ¿O en la de Lou? ¿La de Sarah? ¿El vagabundo en su traje de bebé? No. Pensaste en la de Fritz Obermeyer.
Fritz había dejado de llorar. Se quedó sentado, con aspecto de aturdido. Nathan le sonrió.
—Todos queremos algo que no tenemos. Por eso es que todos fuimos tomados. Pero si solo somos astillas, también lo son todos los demás. Solo tomamos el camino más largo.
Fritz sacudió su cabeza.
—No. ¿Cuál es el punto de mí?
—No necesitas uno. —Nathan no había hablado así en años. Podía sentir partes e los otros dentro de él, arremolinándose en su mente, dándole las palabras—. ¿Qué más hay? Eres más que la tarea a mano.
Era una frase cursi, pero de eso se trataba. Fritz solo cerró sus ojos, pero Nathan supo que estaría bien. No tenía que haber un gran plan, un final ingenioso. Solo la marcha de la vida.
Fritz ríe y sonríe como Nathan nunca lo había visto hacerlo. Pasa a verlo todas las noches de esa semana. Parece anhelar su compañía. Hablan de películas expresionistas alemanas. Hablan sobre el trabajo, los méritos de los empleos de cada uno. Alguna veces recuerdan viajar por la carretera cuando eran, bueno, no cuando ellos eran Louie, pero alguien como él.
Una noche, Fritz habla sobre la guerra. No habla sobre las armas o la muerte. Su voz se vuelve extraña, arcaica, mientras habla sobre el aburrimiento. La espera. El picor cuando ves que la muerte te dispara desde el otro lado de la Tierra de Nadie.
—Un nombre apto —se ríe Nathan. Fritz sonríe débilmente.
—Teníamos que encontrar maneras de sobrellevarlo, todos nosotros. Alcohol, para muchos. Algunos se tiraban a sí mismos en su rol de militares. Otros encontraban pequeñas obsesiones para hacer que pasara el tiempo. Y siempre había los que solo eran flexibles.
—¿Qué hacías tú?
Fritz le dispara una mirada.
—¿Yo? Yo… me enfocaba en el presente. Es lo que siempre hice…
—… Incluso cuando eras Nadie. Sí. —Nathan toma un trago de cerveza.
—Se sientan en silencio por un rato, sintiendo el girar de la estación. El zumbido del motor recorre la habitación. Nathan se plantea cambiar las paredes al color café.
—El mundo no se ha ido aún. Incluso aunque Nadie ya lo ha hecho.
Nathan sacude la cabeza.
—Oh, él probablemente encontró otra manera de arreglar las cosas. Tal vez incluso una humanitaria. Todavía debe estar ahí fuera, ¿verdad? Volando a través de cualquier desastre de nombres y sistemas que causamos antes de que el Hombre cosiera nuestras identidades.
Fritz se estremece.
—Y ahora se ha ido. No somos él, ¿verdad? ¿Una astilla más grande que las otras? A veces me despierto y pienso que aún lo soy.
Nathan deja que sus brazos caigan y se relaja, sintiendo el calor a su alrededor. Se siente muy sólido esa noche. Se imagina a sí mismo suspendido, sobre un eje en el tiempo y el espacio, flotando en una inmovilidad perpetua. Es uno y completo y siempre lo ha sido. Y entonces se mueve, y se detiene, y empieza, y cambia para siempre,
—Yo soy Nathan Bridges —dice, sonriendo. Fritz sonríe también, recordando.
—Y yo soy Fritz Obermeyer.
Y el Embajador se va, como todas las visitas deben. Fritz y Nathan se dicen adiós, y uno se sube a una nave de adornos y oro y baja volando a la realidad.
Nathan mira desde su ventana. La nave se vuelve pequeña, fugaz. Eventualmente, es solo un destello, pero su mente sigue conjurando su forma.
Se da la vuelta. Ve a Haley y a Vin. Tal vez vaya a tomar con ellos esa noche, tal vez no. No importa. Piensa en los libros en su habitación y en los colores de las paredes. Piensa en la pasta de proteínas y en la antimateria, en las frías noches en el Río Ohio y en las aún más frías noches en New Portland. Flexiona sus dedos y se pregunta dónde estarán Lou y Sarah. Debería volver a ponerse en contacto con ellos.
Los huesos se vuelven polvo fuera de Potsdam. Una vieja casa está silenciosa en Longmont. El cielo brilla, y la noche avanza. Las torres de radio transmiten a grandes distancias; los ordenadores parpadean bajo los tenues rayos del sol. Nadie puede recordarlo todo.