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Cómo protegerse de las granadas lacrimógenas
Los gases son las armas preferidas de los polis. Un manifestante que se sofoca es un manifestante fácil de atrapar. Sin embargo hay alternativas. Y como no todos pueden costearse una máscara que filtre el aire, les damos la receta para transformar un buen y viejo fular en una defensa eficaz contra las lacrimógenas. 1
Ingredientes:
- Un fular
- Un marcador/bolígrafo/tarro de pintura (de preferencia indeleble)
- Un tazón con agua
- Una ofrenda (las galletas son prácticas y hacen igual de bien su trabajo que el clásico corazón de cabra)
Procedimiento:
Desdoble el fular y alíselo. Escriba en las cuatro esquinas los nombres de los cuatro hijos de Horus y escriba su nombre en el centro en una cartela (es más eficaz si los escritos los hace en jeroglíficos egipcios). Recite 3 veces el canto ritual: “Oh sol de zénith, hijo de Isis la maga, aleja de mi los malvados vapores de la CRS1”. Dé las gracias y deje la ofrenda y el tazón con agua en el borde de su ventana.
Uso:
Ponga el fular al rededor de su nariz y boca. El gas ya no debería darle problema. Aún así sea prudente y sobretodo manténgase discreto: los infiltrados merodean las manifestaciones y se llevan a los que tienen medios de combate especiales.
1. Advertencia: este ritual necesita una afinidad taumatúrgica para ser eficaz.
23 de mayo, París, la Sorbona.
Reinaba un olor particular. Algo… revolucionario. Sí, revolución era la palabra. Algo estaba cambiando radicalmente, y se sentía en el aire. Los adoquines tenían la misma apariencia gris de siempre, pero el camino parecía pavimentado con entusiasmo. Habíamos vestido a las estatuas con banderas rojas y una multitud de pequeños comités estaba transformando la venerable casa del saber en un alegre bazar donde se intercambiaban folletos e ideas maoistas, noticias y recetas de cócteles molotov.
Me abrí paso zigzagueando entre las mesas. Las discusiones iban bien. Marie, del Comité de Ocupación, me saludó al pasar.
“¡Leonore! ¿Vienes mañana?”
Sacudí con la cabeza.
“Nah, planeamos un movimiento y necesitan de mi ayuda.”
Parecía un poco decepcionada, pero no permaneció desanimada por mucho tiempo.
“¡Vaya! Buena suerte camarada.”
Me dirigí hacia adentro y me dispuse a recorrer rápidamente los pasillos. Saludé a algunas personas, giré a la derecha, después a la izquierda, y ya había llegado a mi destino.
Había un papel pegado en la puerta con letras cuidadosamente escritas a mano que anunciaban al “Organismo Central de Contraofensiva Ideológica Especial”. Sonreí. Luis amaba los títulos despampanantes, pero en la práctica nos llamábamos “los artistas”
En la habitación ya estaban los otros. Era una sala pequeña, pero no había mucha gente de todos modos. Nadia, Luis, Lisa, Jean-François y yo, eramos todas nuestras fuerzas.
“Hola, perdón por el retraso.
- No hay problema, Jean-Fifi2 apenas acaba de llegar.”
“Jean-Fifi” puso los ojos en blanco. Ese apodo le parecía ridículo. Por eso todos lo llamaban así.
“¿Tienes los afiches?
- Sí, recién salidos de la serigrafía. Los de Bellas Artes hicieron un buen trabajo.”
Saqué triunfante una serie de hojas, y un murmuro de aprobación recorrió la mesita. Tras una minuciosa inspección de los patrones, Nadia dejó salir un silbido de aprobación.
“Excelente. Ninguna línea está torcida, el diseño preparatorio está muy bien hecho.”
Ahora que teníamos el soporte, no quedaba más que desarrollar un plan de acción. Eso nos tomó más o menos 2 horas. Mientras guardaba el mapa de París al final de la reunión, Paúl resumió lo que todos estábamos pensando.
“Esto va a ser cool.”
24 de mayo, 6:00 p.m., Châtelet-les-Halles
Lisa no pudo venir. Su padre le había prohibido salir con el pretexto de que el lugar de una jovencita no era “con esa banda de salvajes que queman los autos”. Un viejo gaullista imbécil, era inevitable. Entre eso y que Luis tenía las piernas enyesadas desde las barricadas del 4, solo eramos cuatro para cubrir toda la ciudad intra-muros. Eso complicaba mucho las cosas, y sobretodo aumentaba las chances de que nos atraparan para los que teníamos que cubrir 2 sitios.
Le eché un ojo a los míos haciendo una mueca: el primero iba a ser relativamente fácil, pero el del sitio en el barrio latino sería más difícil de colocar. Estaba en pleno epicentro de las manifestaciones, y con el discurso de De Gaulle la vigilancia de las fuerzas del orden sería reforzada. Sin mencionar a los gendastres y a las brigadas negras. Hacía una semana que jugábamos al gato y al ratón con ellos.
Pero era imperativamente necesario que todo estuviera listo para el alineamiento de las 10:23 p.m. Sin segundas oportunidades. Un escalofrío recorrió a lo largo de mi columna vertebral para terminar en una gran sonrisa. ¡Carajo, me encantaba esa sensación!
Ese olor a revolución que estaba en todos lados era emoción verdadera. La sensación de que algo nuevo levantaría la tapa de años de estancamiento, de decisiones políticas que iban en círculos, de patriarcado sofocante. Para mí, ese olor era una esperanza de darle la vuelta a todo y reconstruirlo. Así era para muchos otros probablemente.
Había que cambiarlo todo. Y el arte podía hacerlo.
ding
Me bajé del metro y subí los escalones de dos en dos. Ahora había que encontrar el sitio. Lo más complicado sería pegar el afiche en el lugar exacto, unos metros de diferencia y podríamos terminar con una variante del ritual sarkita. O con una invasión de hámsters enanos. Muy peligrosos esos hámsters enanos.
Una abuelita y su perro me observaban con una mirada de desaprobación mientras sacaba cuidadosamente el primer afiche. Hay que decir que una joven con jeans acampanados, con manchas de pintura en la ropa, cabello corto y fleco en los ojos, era sinónimo de desorden y vandalismo para la mayoría de abuelitas de París. Casi siempre solamente escuchan a la ORTF3, y la ORTF prefería llorar por los adoquines que darle la palabra a los jóvenes. Por eso desde que comenzó el movimiento estudiantil se libró una guerra sin cuartel de miradas de desaprobación entre las abuelas, los jeans azules y los flecos.
Miré a ambos lados de la calle para asegurarme de que no hubieran moros en la costa, y luego pegué el papel con palmadas firmes. Era algo fácil, una vez que entendías el truco. Dos viajes nocturnos con algunos amigos de Bellas Artes, y ya era capaz de hacer unos modestos treinta segundos por afiche. Pegué unos cuantos más, para disimular al más importante, y después me largué del lugar. La abuelita chismosa se había reunido con su vecino, quien no parecía muy contento de que alguien pegara el eslogan “disfruta sin obstáculos” en el muro de su calle.
Mientras corría hacia la entrada del metro, noté con el rabillo del ojo al espeso humo negro forestal mezclarse con el humo blanco del gas lacrimógeno. El barrio latino era una zona caliente. Mierda.
No tenía ningún transistor, sino habría podido saber más o menos hacia donde iba. Las estaciones de radio independientes luchaban por cubrir los eventos en general.
El vagón estaba impregnado por el olor acre de productos químicos mezclados con ceniza. Era raro encontrar un tren con la huelga en curso. Pero siempre había un puñado de líneas y con eso me las arreglaba. Tendría menos distancia que recorrer a pie, aunque la mitad de las estaciones estuvieran cerradas por órdenes de la prefectura para evitar sobrepasar su capacidad. O para evitar que se convirtieran en un refugio según algunos.
Saliendo del subterráneo, me di cuenta de lo realmente difícil que sería mi tarea. Una espesa cortina de humo se elevaba sobre las calles por alrededor de trescientos metros, oscureciendo la luz del atardecer. Los últimos rayos hacían brillar los escudos redondos de la CRS que bloqueaban la avenida. Imposible abrirse paso, pero ¿cómo pasar de forma discreta cuando el barrio entero era un caos?
Tenía que ingeniármelas. Rebusqué en mi bolso para encontrar los dos frascos pequeños con gravados árabes. Nadia había dicho que eran fórmulas cúficas que las transmitían de generación en generación en su familia desde hace siglos. Ella pensaba que la idea de las granadas lacrimógenas era una estupidez que salía de la cabeza de los varones. Estaba particularmente orgullosa de su “lacrimodjinn”, y nosotros más bien preocupados por las explosiones nauseabundas vagamente conscientes que les procedían una de cada tres veces. No era lo mejor, pero si impedía que la operación se viniese abajo era perfecto.
Me paré en la esquina de una callecita, también bloqueada, y comencé la reacción rezando para que no me estallara en la nariz. Las granadas rodaron por la acera de la avenida, y escuché una especie de ruido extraño, más cerca de un pedo que de una explosión digna de su nombre.
Maldije a Jean-François y sus invenciones inútiles y estaba considerando irme por el techo, cuando un ruido ensordecedor y una violenta explosión me empujaron contra el suelo. Aturdida, vi unas llamas inmensas salir de los restos de la segunda granada que, pensándolo bien, tal vez no era una simple lacrimógena.
Del aire alborotado por el calor emergió una figura gigante y mitad humana, y el pánico se extendió más rápido que el propio fuego, ahora prácticamente vivo.
Me levanté y pasé las barricadas con rapidez, mientras los policías se precipitaban por ayudar a sus compañeros a extinguir a un genio oriental que tenía visibles problemas para hablar y muchas cosas que explicar.
Logré esquivar las patrullas que se estaban reagrupando, y finalmente pude ver el lugar. Estaba detrás de una barricada. Uno de los árboles que bordeaba la calle había sido arrancado de raíz y estaba al otro lado de la calle, al lado de un auto volteado, algunas tapas de alcantarilla y una cantidad algo impresionante de adoquines. Los combatientes se atrincheraban atrás y los proyectiles se intercambiaban con regularidad de un lado al otro.
Pasé con dificultad una zona de combate, no sin antes recibir un codazo en las costillas. Después, aún recuperando el aliento, terminé en una especie de zona de nadie a unos quince metros del árbol caído. Rápidamente fui detrás de una de las barricadas, medio ciega, con mi fular en la nariz, evitando exponerme mucho, y logré pasar al otro lado gracias a la mano amiga de un hombre con una camisa. Llevaba una funda de cuero al rededor del cuello.
Grité para hacerme escuchar entre el ruido de fondo.
“¿Es fotógrafo?”
“¡Reportero!”
“Ah…”
Detonación.
“Vine por un reportaje especial… de parte de un periódico suizo… ¡Estaba tomando unas fotos y todo se fue al demonio!”
Sonido de explosión.
“¿Y usted, qué hace aquí?”
Sonreí ante lo absurdo de la situación, antes de contestarle.
“¡Arte, hago arte!”
Nos quedamos riendo como idiotas por unos buenos cinco minutos, con la garganta y los ojos ardiendo, en medio de eslóganes y lanzamiento de inmueble urbano. Después me levanté. Tenía que cumplir mi tarea. El reportero me siguió. Uno de los del Comité de Ocupación de la Sorbona me reconoció y me llamó sorprendido. Le pedí que me cubriera y lo hizo sin preguntar nada. De todas maneras no habría entendido la respuesta.
Saqué la última parte del patrón. Estaba un poco arrugada pero por suerte el dibujo seguía intacto. Mi nuevo amigo el fotógrafo me miró perplejo, y yo hice esa sonrisa enigmática que me guardaba para ocasiones especiales. Él vería el resultado en más o menos cuarenta minutos, ¡y sería espectacular!
Fue cuando estaba apunto de pegar el último afiche que me di cuenta. Y fue en ese momento que él se fijó en mi.
Uno de los polis tenía un brazal negro con un círculo y tres flechas en el centro. Y por su actitud supe que había reconocido la combinación de runas y símbolos propios de ciertos ritos anómalos. Él me miró, yo lo miré, una columna de humo llenó por un momento el espacio que nos separaba, después se apartó para hablar por la radio de su unidad.
Apreté los dientes.
“Carajo”.
Les grité a todos una advertencia que no significaba nada bueno.
“¡VIENEN LOS DE NEGRO!”
Los del comité me escucharon y pasaron el mensaje.
“¡REFUERCEN LA BARRICADA! ¡LA BRIGADA NEGRA YA VIENE!”
La información se extendió como pólvora, y un nuevo frenesí se apoderó de las calles. Los que cantaban momentos antes abandonaron su tan importante tarea de irritación sistemática para dar una mano a quitar los pocos adoquines que quedaban en el suelo. Algunos jefes improvisados reunieron grupos pequeños para aparentar una estrategia concreta. El ambiente, ya eléctrico, de repente se volvió más pesado.
El fotógrafo se dirigió a mí con una mirada de interrogación. Tragué.
“No son policías, ni gendarmas, ni gendastros… De hecho ni siquiera creo que estén bajo la autoridad del gobierno. Siempre que intervienen, desmantelan todo en tiempo récord y no vemos a los que se llevan hasta dos o tres días después. Según los que han regresado, no les importa la ley cuando se trata de interrogar a alguien. Y no todos regresan…”
Dudé, después añadí sin saber si el reportero me tomaría en serio.
“Investigan fenómenos extraños. Todo lo que es magia, alteración de la realidad, artefactos, todo eso.”
Mi interlocutor parecía más que dudoso.
“En resumen, los llamados Brigadas Negras por los brazales que usan para reconocerse. Suena algo fascista, pero me parece algo apropiado como nombre.”
Los del otro bando estaban agitados también, mientras que los CRS daban paso a los hombres con protección completa, en un orden militar. Los oficiales discutieron por un momento, antes de que las fuerzas policiales se trasladaran a la retaguardia para servir de apoyo a los recién llegados. El momento del enfrentamiento estaba cerca. A parte de unos cuantos adoquines e insultos (de pura cortesía), la calma era relativa. La calma antes de la tormenta.
El capitán ordenó la carga y todo se volvió muy confuso rápidamente. Como un ballet minuciosamente coreografiado, la línea del frente avanzaba, retrocedía, ondulaba, agentes y manifestantes danzaban en un extraño compás de dos. Entre los golpes de porras y las botellas de alcohol en llamas, muchas cosas salieron volando rápidamente. También me uní al esfuerzo general gritando varios halagos, sin atreverme a alejarme mucho del precioso afiche. Estaba decidida a protegerlo a cualquier costo, incluso si eso significaba bloquearlo con mi propio cuerpo. La perspectiva no me ayudaba mucho pero si era necesario, lo haría.
La barricada aguantaba bastante bien, pero era claro que no duraría. Los heridos eran cada vez más, y muy pocos de entre ellos tenían el brazal negro. Poco a poco nos inundaban las oleadas de soldados, la situación era desfavorable a nuestro favor. Pero si los otros eran pesimistas sobre el resultado de la batalla, para mí cada minuto que pasaba era una victoria.
Me incliné hacia el reportero, que tomaba fotos haciendo lo menos posible, pobremente protegido por una reja.
“Cuatro… tres… dos… uno…”
El afiche detrás mío comenzó a irradiar una luz intensa, mientras resonaba con los otros seis, repartidos al rededor de la capital en un patrón perfecto.
Y mientras París se enrojecía, pensé conmovida en todos los que habían presenciado el happening más espectacular de la década, sino es que del siglo.
En algún lugar de su pacífica vecindad, una abuelita juzgona se sentía repentinamente rejuvenecida, un vecino gruñón se encontraba con una barba impresionante. En el metro nadie se dio cuenta de nada, o todo el mundo hizo como si nada pasaba: de todos modos nada sorprendía a la gente del metro. En el DM Beta-21 “Ágilas callejeras” cundía un pánico intenso, mientras les era imposible distinguir a sus colegas de los manifestantes. El general de Gaulle tenía de repente un modesto escote, y eso le perturbaba mucho.
El director del DCD se desmalló cuando le dijeron que todos en París habían literalmente intercambiado lugares entre ellos.
Puntos de vista
Por un humilde grupo de anartistas anónimos
En una sociedad en la que solo las discusiones ponen las ideas en el centro de la identidad, el cuerpo parece ser lo que nos define en primer lugar. Pero si el cuerpo es el de alguien más, ¿nuestra identidad sigue siendo nuestra? Lo que están experimentando en este momento es la transportación de este cuestionamiento eminentemente personal al escenario público, borrando lo íntimo y social, las normas y la normalidad. Aprovechen la situación, háganse preguntas.
Cambien su visión del mundo mirándolo a través de los ojos de alguien más. ¿Y quién sabe? Tal vez podrían cambiar ese mundo.