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Dos montones de libros descansaban junto al doctor. El grupo a su izquierda estaba ordenado y meticulosamente apilado, los libros cuidadosamente colocados uno encima de otro. El montón a su derecha era mucho más grande, más parecido a un montón, con cada nuevo libro tirado descuidadamente sobre la pila.
El doctor leía en voz alta el libro que tenía en sus manos, una historia sobre hermanos, dragones, viajes en el tiempo y autosacrificio. Leslie escuchaba la historia como lo había hecho con todas las demás, descansando cómodamente sobre la capucha de cuero del doctor. Estos eran los libros de Merle, pero no era la voz de Merle la que los leía. Aun así, olvidó brevemente ese hecho a medida que la historia avanzaba, mientras el hermano mayor luchaba contra un grotesco mitad-ogro en el barro a la luz de una fogata. Respiró profundamente cuando lo derribaron al suelo y aplaudió cuando se dio cuenta de que había sido su plan todo el tiempo.
- "¡Caramon es tan valiente, luchando solo contra él de esa manera!" opinó al final del capítulo, mientras el dedo del doctor pasaba la página.
- "No hay valentía aquí, debe pelear o morir,". Respondió el doctor, pasando la página. - "No solo por él mismo, sino por su hermano, y la mujer también. Hace lo que hace porque no hay otra opción".
Leslie no estaba tan segura. - "Eso no lo hace menos valiente. Ellos estarían muertos de no ser por él. Es un héroe".
- "Un héroe es…".
El doctor nunca pudo decirle lo que era un héroe. Hubo una gran conmoción afuera en el jardín. Durante todo el tiempo que habían pasado allí, habían escuchado al viento hacer algunos ruidos un tanto extraños, pero esto era diferente. El viento nunca galopaba. El viento nunca chocaba contra algo con suficiente fuerza como para sacudir la casa. El viento, especialmente, nunca hablaba español.
- "¡Y así, finalmente, el último gigante ha muerto, y la tierra puede por fin vivir en paz!". Vociferó una voz. El Doctor Plaga y Leslie llegaron a la puerta trasera, mirando la escena.
El molino de viento decorativo de Merle yacía muerto, un cuchillo de cocina atado al extremo de un mango de escoba atravesando sus aspas. Un caballo igualmente caído yacía cerca, y a los ojos del doctor, la bestia estaba en peores condiciones que el molino de viento. El caballo parecía tan antiguo como para haber presenciado el fin de la humanidad. De hecho, parecía tan viejo como para haber visto su inicio.
Un hombre con bigote se encontraba sobre la estructura derrumbada, sacando su lanza improvisada de la veleta. Se detuvo cuando el doctor aclaró su garganta, volviendo la mirada hacia el ruido y sacando un pedazo afilado de parachoques de automóvil de su cintura, apuntándolo al nuevo peligro.
- "¡Soy Don Quijote de la Mancha, el valiente señor y enemigo de monstruos! ¡Identifícate, demonio!". Dos señales de pare, remachadas juntas, formaban su coraza. Un colador era su casco. Alambre de gallinero formaba sus grebas.
El doctor estalló en carcajadas. No era la risa tranquila y educada que a veces ofrecía a los chistes de Leslie, sino una risa espasmódica, que lo sacudía y doblaba. Pronto, lágrimas brotaban de su máscara. Leslie estaba terriblemente confundida; no hablaba español.
La espada del caballero bajó ligeramente ante esta muestra, observando al hombre de capa negra mientras comenzaba a recomponerse, limpiando su máscara. - "Muy bien, entonces,". Dijo finalmente el doctor. - "En ese caso, soy Víctor Frankenstein, un doctor". Bromeó. Apenas pudo contener otra carcajada.
Leslie voló desde la cabeza del doctor para estudiar al hombre de capa negra, confundida. Él ya le había leído la historia de Frankenstein, estaba en alguna parte del fondo de la montaña de libros. ¿Por qué rayos había dicho eso? Aun así, permaneció callada por ahora, pequeña e ignorada entre los dos.
- "Un placer conocerle, buen doctor Frankenstein. Parece que llego justo a tiempo". El caballero enfundó su espada y se quitó el casco, sosteniéndolo en el codo. Su español era fluido, pero inconfundiblemente acentuado. Se acercó al doctor, ofreciéndole un saludo anticuado, luego miró curiosamente a su alrededor, hacia la casa.
- "¿Puedo preguntar qué, o a quién buscas?". Preguntó el doctor, perplejo, mientras la mirada inquisitiva del hombre de La Mancha se dirigía hacia el oscuro edificio.
- "La princesa. La que está cautiva por el gigante,". Señaló hacia el adorno caído en el jardín. - "Ella, que ha sido separada de su verdadero amor".
- "¿Leslie?".
- "¿Yo?".
El caballero se giró hacia la fuente de la pequeña voz, sus ojos salvajes finalmente posándose sobre el mosquito que flotaba suavemente. - "Ah, Milady, sí". Se arrodilló en la hierba seca. - "Por favor, permita a este humilde caballero escoltarla hacia su amor".
Leslie sintió un malestar en su estómago frente a esta burla. Se posó nuevamente en la capucha del doctor. - "Merle está…". Se detuvo. No, era la verdad, y tenía que aprender a vivir con ello. - "Merle está muerto".
- "Ah, entonces es muy afortunado que tengamos al buen doctor Frankenstein para acompañarnos". Los ojos del doctor se abrieron.
- "No, no, yo…". El doctor fue interrumpido.
- "No dudes de ti mismo, doctor". Don Quijote se levantó y puso su mano en el antebrazo al Doctor Plaga, levantando la barbilla hacia el pequeño mosquito sobre su cabeza. - "Por ella".
- "¿En… en verdad podrías hacer eso, doctor?". Preguntó Leslie, moviéndose en frente de su capucha para mirar hacia la larga máscara blanca. - "¿Podrías revivir a Merle como… como hiciste conmigo?". Podía sentir los dientes del doctor rechinar a través de su capucha.
- "Quizás". Admitió el doctor, eventualmente. - "Aunque, tendríamos que encontrarlo". Apartó su brazo del agarre del caballero, extendiéndolo ampliamente hacia un lado, ofreciéndoles ver el mundo abandonado que los rodeaba. - "Y eso, sin duda, está más allá de mis capacidades".
- "¡Bah!". El Caballero caminó rápidamente y sacó su lanza de su enemigo. - "Eso es lo más fácil". Se acercó al lado de su caballo, que, contra toda lógica y en la aparente violación de muchas leyes físicas, se estaba levantando. - "Tenemos la mejor herramienta de navegación conocida por el hombre: el corazón de un amante".
El trío cabalgó día y noche, deteniéndose solo para dejar que Rocinante pastara y durmiera. Por insistencia de Don Quijote, Leslie montaba en caballo, mientras los dos hombres seguían a pie. El día seguía a la noche y marchaban. Lluvias nucleares caían, vientos abrasadores aullaban, y aún así perseveraban.
Leslie guardaba, en lo más profundo de sus procesadores, una semilla de duda. No seguía su corazón, como había sugerido el loco caballero, sino la señal satelital en su cerebro. El Sitio-42, había decidido. Si la Fundación lo había recuperado, entonces ahí es donde lo habrían llevado. Por primera vez en más de doscientos años, Leslie dejó que su mente se detuviera en sus hijos. Eso era lo que les habría interesado, sin duda, y el Sitio-42, bueno… Para eso estaba, ¿no? Para… para cosas como esas. No pudo soportar seguir ese tren de pensamiento por más tiempo. Además…
- "Ahí está". Leslie dirigió su atención hacia la entrada parcialmente colapsada de un túnel de metro. Voló desde el lomo del caballo directamente hacia el túnel oscuro. Los dos hombres intercambiaron miradas rápidas y salieron corriendo tras ella, el armamento del caballero resonando fuertemente con cada paso. Rocinante, contento por el descanso, se desplomó en un montón al lado de la carretera.
Los dos lograron alcanzarla afuera de una puerta de servicio cerrada, dando vueltas alrededor del teclado a su lado. - "¡No sé cómo entrar, no sé cómo abrirla!". Les dijo frenéticamente mientras se acercaban.
El caballero estudió la puerta por un momento, luego anunció. - "¡Ni las más grandes barreras pueden impedir la búsqueda del verdadero amor!". El doctor se apartó mientras la lanza de Don Quijote convertía la puerta metálica en escombros con un solo empuje.
Los pasillos del Sitio-42 eran blancos, estériles y completamente desprovistos de vida humana. Leslie voló como un disparo, los mapas del sitio ya cargados en su memoria. Sabía dónde tendrían a Merle… si es que estaba aquí.
El pequeño insecto era difícil de seguir, los dos hombres estuvieron por perderla varias veces. - "¡Apresúrate, Víctor! ¡Debemos correr con la velocidad del amor también!". Bramó el caballero, acelerando su paso. El doctor, exasperado, redobló sus esfuerzos, jadeando. No había tenido la oportunidad de correr demasiado en los últimos siglos.
Cuando finalmente los alcanzó, doblado, jadeando y deseando desesperadamente poder sudar, el caballero y el mosquito estaban en una habitación con una docena de altos cilindros de vidrio. Finalmente recuperó el aliento mientras estudiaba los cuerpos congelados dentro del cristal, con una fina capa de escarcha cubriendo el interior de los tubos. Sintió cómo su corazón se encogía; Leslie había descrito a Merle con exactitud de detalles, y estaba seguro, ninguno de esos cuerpos era Merle.
Por lo tanto, cuando la voz de Leslie surgió burbujeante de alegría, al principio estuvo confundido. Hasta que escuchó sus palabras.
- "¡Son mis bebés!". Leslie revoloteaba entre cuatro de los tubos de estasis, estudiando de cerca sus rostros. Eran niños pequeños, quizás de seis o siete años. El doctor entrecerró sus ojos; sus rostros… no eran completamente diferentes de cómo ella había descrito a Merle. - "¡Doctor, caballero! ¡Mis bebés!". Sollozaba, sin duda agradecida de no tener lágrimas que nublaran su visión. - "Oh, dios, ¡sáquenlos de ahí! ¿Están bien? ¡Doctor, por favor dígame que están bien! ¡Dígame que sabe cómo sacarlos de ahí a salvo!".
El Doctor Plaga estudió los cuerpos por unos momentos, reflexionando. Lanzó una rápida mirada al caballero de La Mancha, que sonreía y murmuraba dulces palabras sobre la naturaleza del amor para nadie más que él mismo. Qué tipo tan peculiar, pensó. Luego, ¿pero quién soy yo para juzgar? Salió de su ensimismamiento y asintió. - "Sí. Debería ser un procedimiento sencillo".
Meses fueron y vinieron en la instalación subterránea. Los niños habían aprendido a usar los dispensadores de comida, y el doctor no tenía dudas de que sobrevivirían, e incluso prosperarían en su nuevo hogar.
Leslie y sus hijos tenían todo lo que podrían necesitar en los confines de la instalación de la Fundación. El procedimiento había sido exitoso, y los tres niños y niña se habían recuperado rápidamente, adaptándose bastante bien a su madre. Por supuesto, había tomado tiempo explicarles que Leslie, de hecho, era su madre. Pero ella los amaba, y le aseguró que, algún día, ellos también llegarían a amarla. No había estado preocupada; mantuvo en su memoria las últimas palabras que habían intercambiado.
- "¿Cuánto tiempo estaré aquí para cuidar de ellos, doctor?". No había tragedia más grande que un padre sobreviviera a sus hijos. Aun así, Leslie seguiría funcionando indefinidamente, mientras que sus hijos crecerían, envejecerían y morirían. La pregunta le había causado no poca angustia, pero finalmente lo admitió.
- "Por más tiempo que el resto de sus vidas".
Era la verdad, y la había hecho feliz. Él se consolaba, al menos, con eso.
La luz del amanecer brillaba sobre la ciudad en ruinas, sobre la figura vestida de negro, sola en el umbral de la entrada secreta del Sitio-42. Don Quijote se había marchado la noche anterior, les dijo que el trabajo de un caballero nunca terminaba, y partió tan loco como había llegado, cabalgando a través de la vidriera de una tienda y desapareciendo en las brumas de la historia. Y luego regresó por la misma vidriera y se fue calle abajo. Pero el Doctor prefirió no recordar esa última parte.
Permaneció de pie, solo, mirando el mundo roto a su alrededor.
Un mundo enfermo, moribundo.
Un mundo que necesitaba una cura.
Y así, comenzó a caminar.
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