Flotaba el cuerpo exánime a un trillón de jornadas del hogar, años después de que quienes fuera que le conocieran hollasen la tierra y no sus entrañas. Era un cadáver desmadejado, ahora hecho de carbón, ahora ceniza, ahora óxido, ahora acero, ahora…
Abrió los ojos. Eran de un color plata luna. Brillaban con la luz de una noche anciana. Ella no lo sabía. Flotaba en el vacío inerte, súbitamente consciente de su lugar, de su ser, de su grandeza. De su Ser.
Volvió la mirada hacia Sauel. Se perdió en la inmensidad de sus llanuras de luz cegadora. El atronador ruido del viento solar le llenó los oídos, pero ahora no necesitaba oír, ni ver, ni sentir, porque podía saber. ¿Qué sabía? ¿Qué entendía? ¿Cómo podía describir la pobre hija del pastor de uros lo que sabía la hermana del Sol, con el plasma de un millón de días en las venas y la herviente eternidad de las estrellas en el corazón?
Un mundo le separaba de la piel de su hermano de sangre. Sus pies del color de la nada colgaban de su cuerpo y se recortaban contra el rostro de Sauel. Levantó sus brazos y contempló la capa de furia incandescente que colgaba de sí y surgía al contacto de su piel con el hálito del Dios Estrella. Contempló su larguísima melena extenderse, centellear y flamear como la cola salvaje de un cometa. Y entonces, siguiendo el resplandor multicolor que reclamaba su atención, miró su pecho y, al ver el latir de su corazón, entonces encontró las palabras.
- Soy vigía del mundo.
Cruzó los brazos. Su mente guió sin entender al cuerpo obediente, que giró sobre sí mismo y afrontó el infinito vacío, alzándose con sus pies negros sobre el magnífico infierno que era Sauel, buscó a través del insensible telpó y encontró, con ojos más grandes que su cuerpo y más ancianos que cualquier era de la gente, lo que buscaba: Czonuodrev, el hogar de la tierra y el agua. Su lugar. Su amada y su protegida. Sintió en su corazón de iridio celeste el amor ardiente de un millón de años que su hermano sentía por Czonuodrev y sus ínfimos habitantes.
Ahora era su propio amor.
No tuvo miedo.