Yendo a Casa

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La sentía, la inconfundíble sensación de la pestilencia. Era imposiblemente pequeña, pero inimaginablemente intensa, como una aguja en su ojo. Era débil, pero punzante, como si la enfermedad hubiera estado pudriendose sin supervisión, contenida por tanto tiempo que su miasma se había acumulado y esparcido, lo suficiente para saborear las escasas partículas de aire contaminado.

Había perdido la noción del tiempo en su celda. Los doctores solían visitarle y darle especímenes a estudiar, para perfeccionar sus métodos. Eso había acabado hace mucho, mucho tiempo, cuando los doctores descubrieron que ellos mismos no estaban libres de la enfermedad.

Aún después de eso, lo seguían visitando. La voz provendría de sus paredes y le haría preguntas, sobre qué estaba haciendo o cómo se sentía, o si guardaba arrepentimientos por lo que había hecho.

Arrepentimientos.

La idea era tan tonta como cualquiera.

Aún así, incluso eso se había desvanecido en el tiempo. Las voces, hace mucho, habían cesado. Y había estado complacido de descansar en su prístina celda, lejos de esa desdichada enfermedad, solo con sus pensamientos. En la constante, suave luz fría que bañaba su celda, el doctor se reclinaba sobre un cómodo colchón. Eventualmente, tal vez, habría dejado de pensar.

Pero eso había sido antes de que esa familiar y detestable presencia volviera, ardiendo en su mente. Se encontró parado ante la puerta de su celda, estudiándola. No tenía manija, se abría cuando sus captores lo ordenaban.

Mientras que las luces seguían siendo funcionales, la cerradura electromagnética no. Su bolsa contenía herramientas de acero, y no entendía cómo negarse. Tomó mucho esfuerzo, pero logró hacerle una grieta lo suficientemente grande para aplicar su peso en ella. No estaba seguro de cuánto tomó agrandarla lo suficiente para pasar a través de ella. En verdad ya no registraba el pasar del tiempo.

Luego, estaba en un pasillo bien iluminado y desprovisto de vida, más fácil de navegar. Siguió la punzante sensación de la enfermedad, recorriendo los pasillos como si hubiera dibujado el plano. Todas las luces estaban funcionales, todas las demás celdas de contención, aún cerradas.

Por fin, lo encontró, detrás de una puerta abierta, dentro de un casillero metálico cerrado. La puerta de su celda había sido hecha de materiales mucho más resistentes. Consecuentemente, la puerta yacía torcida ante sus pies. Extrajo una caja metálica rectangular del casillero, estudiándola minuciosamente. Su dedo encontró un botón, lo apretó, y su tapa abrió. Gases preservativos subenfriados se mezclaron con aire ajeno a la caja por primera vez en mucho, mucho tiempo.

Hubiera sido lo mismo si lo hubieran golpeado en la cara. Un vapor, más frío que el hielo, se elevó en una gran nube proveniente de la caja sin sellar, dejándola caer con estrépito, resonando por toda la instalación. Se acercó, arrodillándose, levantando la caja boca abajo a un lado, y recogió cuidadosamente la pequeña mota oscura bajo ella con sus dedos índice y pulgar. Bajo su máscara, apretó sus dientes, y sostuvo el mosquito frente a su ojo.

No era el insecto - era el saco de sangre que la criatura había engullido. La caja metálica volteada se volvió su mesa de operaciones, su bolso negro chocó bruscamente contra el suelo. Sus manos se adentraron, sacando una jeringa de latón vacía, y un vial con un espeso fluido negro. La aguja perforó el tapón de corcho, llenando el cilindro de vidrio a la mitad con la brea viscosa.

La aguja salió, luego perforó el cuerpo inflamado del mosquito, retirando su sangre infestada para mezclarlo con la medicina negra de su jeringa. Dejó el exoesqueleto seco del insecto en la caja, llevando la jeringa al nivel de sus ojos. La sacudió, golpeando el vidrio con su dedo para fomentar la reacción. Observó la cáscara inerte del insecto, quieto ante él. No sería bueno dejar rastros persistentes de la pestilencia en la pobre criatura.

Cuando ya estuvo satisfecho con la mixtura, la aguja inyectó el saco sanguíneo del insecto nuevamente, llenando su pequeño cuerpo con la fría y oscura mezcla.


El cuerpo muerto del insecto se estremeció y cobró vida mientras el fluido negro le rellenaba. El movimiento del cuerpo generó una pequeña carga eléctrica, suficiente para restablecer los microprocesadores de silicio en el cerebro del insecto.

Los ojos de Leslie fueron el primer órgano que recordó cómo interpretar. Ella… ella debería encontrarse en la sala de estar. Es ahí a donde se había dirigido, pero, esto no era la sala de estar de Merle. La silueta borrosa que vio… no podía ser Merle.

- "¿Quién está ahí?". Preguntó finalmente.

- "¿Hm?". La borrosa mancha negra se desplazó, cobrando mayor nitidez.

- "¿Dónde está Merle?".

- "No hay nadie aquí excepto yo, y tú". La silueta cambió y se acercó, hasta que blanco llenó la visión de Leslie. Logró distinguir los fríos ojos grises, observándola.

- "Él… Oh, dios, ¿Dónde estoy?".

- "Estás en una prisión. Aunque, tal parece, los guardianes se han ido."

- "¿Una prisión?". Leslie se tambaleó, parándose sobre sus seis patas, con sus alas regresando lentamente a la vida, batiendo débilmente. - "¿Qué clase de prisión…". Su voz se detuvo cuando su localizador GPS se encendió. - "¡Oh dios! ¡Estoy en el Sitio-19!".

- "¿Es así como se llama este lugar? Extraño, después de todo este tiempo, que conocería el nombre de esta prisión de un mosquito".

- "¡Necesito volver con Merle!".

- "No sé dónde, ni quién, es Merle".

- "Se dónde vive, puedo encontrarlo. Yo solo…". La gravedad de su situación comenzó a serle evidente. Se hallaba a varios cientos de millas de la casa de Merle, en medio del Sitio-19, con una anomalía de la que no sabía nada. Aún así, al menos no era alguna clase de monstruo tratando de matarla. - "No sé cómo podría salir de aquí".

El doctor se puso en pie, levantó una mano y la dejó curvarse lentamente frente a sus ojos. - "He llegado hasta aquí, y ahora que lo he hecho, no tengo razones por las que quedarme".

- "Entonces… entonces me ayudarás a salir de aquí?". Las alas de Leslie la elevaron para posarse en la mano de guante negro.

- "Lo haré".

- "¡No puedo agradecerte lo suficiente! ¡Gracias! ¡Gracias! Yo…". Leslie se recompuso, dejando de temblar. - "Mi nombre es Leslie. Gracias, em…".

- "Doctor".

- "Gracias, doctor".


El viento embestía el entorno despiadadamente, como siempre lo había hecho. Al menos hoy, no había lluvia astringente. Nubes grisáceas y oscuras se arremolinaban sobre ellos. El par había estado caminando casi una semana, y aún no se habían encontrado con algún ser humano. Los pocos animales que habían visto eran cosas enfermas y sarnosas.

Leslie sintió el cielo pesar sobre ella como una oscura manta de hierro. Le estaba resultando difícil recordar cómo se veía el sol. Temía empezar a olvidar la cara de Merle. - "Estamos cerca". Decía, para interrumpir la monotonía. - "Solo unas cuantas millas más, y luego… y luego…". No se atrevía a acabar la frase. El sonido de los pasos del doctor crujiendo sobre el paisaje reseco apenas era audible sobre la ráfaga de viento.

- "Y luego llegaremos". Acabó por ella.

- "Dime, doctor, ¿por qué me acompañaste todo este camino? Podrías haberte ido cuando salimos, haber seguido tu propia ruta".

- "Meramente porque quería".

- "Gracias, doctor".


Leslie no sabía qué hacer cuando llegaron a la casa de Merle. Las calles desoladas aullaban con el viento, pero Leslie solo podía escuchar los gemidos de la condena. Las luces estaban apagadas, la cuerta colgaba abierta. Nadie había estado ahí en… en decadas.

Se adentraron. La familiar sala de estar le habría hecho dar arcadas, si tuviera la capacidad física. Merle no estaba ahí.

- "¿Cuánto…?". Leslie preguntó luego de haber permanecido en silencio en la habitación en que ella había muerto. La pregunta no estaba dirigida a su acompañante. Checó el reloj en su sistema de posicionamiento interno.

- "¿Cuánto?". Repitió, confundido.

- "Dos… Doscientos… ¡¿He estado muerta por doscientos años!?". Gimió, colapsando en las palmas del doctor. - "Entonces… entonces Merle está… está muerto".

- "Así parece".

- "Todos… todos estan muertos". Dijo, pareciendo finalmente ser capaz de asumir el hecho. - "Todos… y Merle… y Merle…". Se repitió, hasta que las palabras dejaron de hacerle sentido.

El doctor se sentó en la raída y harapienta alfombra, reposando su espalda en la pared. La mano en que Leslie lloraba se extendió frente a él. Preguntó, - "¿A dónde irás ahora?".

- "Él vivía aquí. Él vivía aquí, así que viviré aquí. Será justo como si fuera—". No pudo continuar y cayó de lado, contra el áspero pero reconfortante cuero. No tenía lágrimas, pero sus sollozos la estremecían de todas formas. - "En cualquier minuto… en cualquier minuto Merle vendrá por la puerta".

- "Entonces esperaré por él, aquí, contigo".



Aquí puedes ver la toma de OthellotheCat del par.
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