
Hay algo mal con Jacob.
Él lo siente, donde quiera que vaya. Sus brazos, demasiado largos. Su pelo, demasiado corto. Su piel, demasiado áspera. Y su cara… Oh, Dios, su cara. Hay demasiadas cosas mal con su cara como para siquiera hacer una lista.
Cuando está solo y sumido en sus estudios, por un instante, casi puede olvidar. Las moléculas y los virus no ven las apariencias exteriores, solo se fijan en las personas con las que pueden interactuar. Por eso su compañía es automáticamente preferible a cualquier cosa de origen humano. Y desde que establecieron la Zona Naranja hacia febrero y arrojaron a Jacob al laboratorio a trabajar de nuevo, ha tenido mucho que hacer, desde luego. Aunque es un trabajo duro y agotador, en el fondo casi lo agradece.
Pero el trabajo no dura para siempre.
En esos breves, pero infinitamente dolorosos momentos que pasa fuera del laboratorio, todo se siente mal. Puede verlo cuando entra torpe e incómodamente en la cafetería sosteniendo una bandeja de comida con esos dos horribles y temblorosos apéndices que otros llaman manos. Lo siente cuando toma asiento en la esquina más alejada de la sala, esperando que las sombras cubran su figura, tan incorrecta en todos los sentidos imaginables. Y lo siente cuando da el primer bocado al plato tibio, incapaz de decidir si su estómago se revuelve ante la idea de ingerirlo, o ante la idea de sí mismo.
Llevándose una cucharada a la boca tras otra, se frota los ojos, intentando recordar cuándo fue la última vez que durmió. ¿Hace un día? ¿Dos días? No puede encontrar una respuesta satisfactoria. En cualquier caso, no importa; lo único que importa ahora es poner en marcha el Procedimiento Lila. Es la única forma de devolver a la humanidad a la normalidad, le dijeron, y él va a hacer realidad ese plan de restauración. Pero él no cree esas palabras. En el fondo, sabe que el Parásito Empíreo y su propagación han ido demasiado lejos como para deshacerlo ahora. Si es que alguna vez se pudo deshacer, claro.
Jacob se encoge de hombros, incapaz de preocuparse de verdad, y escribe unas notas para sí mismo en la servilleta que le dieron con la comida. Cuando la pluma toca el papel y la tinta salpica la frágil textura de la servilleta, se detiene de repente. Traga saliva y desplaza lentamente la vista hacia las demás personas presentes a su alrededor. Ellos pueden verle.
Un escalofrío paralizante le recorre la espalda, y está más que seguro de que ellos también pueden ver a través de él. Sus dos compañeros sentados frente a él están inmersos en su propia conversación, pero él está seguro de que es solo una ilusión, una horrible fachada montada para que puedan intentar asomarse a su vida. Traga saliva de nuevo, esta vez con más fuerza, y se levanta de repente, dispuesto a marcharse. En medio de risas y sonrisas que no van dirigidas a él, sale rápidamente de la cafetería, sin pensar ni por un momento en el hambre que le quema las entrañas, ni en la comida que ha dejado atrás y que podría saciarla. Todo en lo que puede concentrarse ahora es en esos ojos, siempre tan interesados en nada más que perforarlo y ver todas esas inseguridades y defectos y exponerlos al público, como una retorcida exhibición.
Si pudiera huir de aquí, lo haría. No le cabe la menor duda. El claustrofóbico búnker del Sitio bajo el que lo enterraron a él y a los demás no era un hogar. Nunca podría serlo. En el mejor de los casos, se trata de la imitación de una prisión, decorada ligeramente para intentar recordarle que está aquí para hacer su trabajo, en lugar de llorar por la desgracia de su destino; en el peor de los casos, se trata de una celda de verdad. No puede decidir si ésta o su propio cuerpo es más eficaz a la hora de encerrarlo.
Cuando la alarma de medianoche le recuerda que debe despertarse, Jane abre los ojos mientras el cansancio se resiste a abandonar su cuerpo.
Ella sabe que debería estar durmiendo. Mañana tiene un día importante en el trabajo, y casi todos los calendarios, agendas y teléfonos que se le vienen a la cabeza, se lo recuerdan. Pero no le importa. No puede resistir el impulso de la noche y su libertad. Al menos, ya no.
Lentamente, Jane se levanta de la cama, entre el resto de sus compañeros tumbados sobre el frío suelo. Eran demasiados para caber bien una vez iniciada la cuarentena, así que tuvieron que atar los cabos sueltos de alguna manera. Y los doctores fueron los primeros en caer. Al fin y al cabo, eran prescindibles. Los guardias que luchaban contra las interminables hordas de mutantes (como se veían obligados a llamarlos ahí abajo) no lo eran.
A paso lento, se abre camino entre los sacos de dormir y los ronquidos de los doctores, hasta abrir las pesadas puertas metálicas que conducen al cuarto de baño común. Nada más que el silencio llena el mundo, y aunque el chirrido de esas puertas es muy silencioso, está más que segura de que alguien la ha oído. Y eso la asusta. Alguien debe haberla oído. Alguien…
Con una rápida bocanada de aire, aleja los pensamientos del día, sabiendo que no sirven de nada. Con la mente despejada, entra. El suelo de baldosas está helado, su frío abrazo recorre sus dos pies desnudos. Pero lo que le espera dentro es demasiado valioso para quejarse. Ella lo sabe muy bien.
Una calma absoluta invade toda la habitación mientras Jane se acerca en silencio a los espejos alineados en las paredes. Con la curiosidad de un niño pequeño, toca suavemente el cristal, demasiado temerosa de que se rompa al reflejar su figura. Pero no lo hace. Y por primera vez desde la última vez que estuvo aquí, se ve tal como es.
Y es preciosa.
Jane no sabe por qué, pero lo es. Simplemente lo es. Desde su pelo hasta su mano y sus labios, todo está bien. Todo es como debería ser. Por un momento, se olvida del mundo exterior y de la furiosa tormenta en los páramos de arriba. No necesita recordarlos. La única escapatoria de todo esto que necesita en este momento es contemplar esa figura perfecta que la mira desde el otro lado del mundo, tan cerca y tan infinitamente distante.
Sonríe, allí sentada en ese suelo terriblemente helado, como si el resto del mundo no existiera.
Y, durante esas dos horas que se permite hacerlo, todo está bien. Por un momento, siente que está en casa.
Jacob se despierta, con un terrible dolor de cabeza que plaga sus pensamientos.
Abstraído, recoge su investigación y se adentra en el laboratorio. No es su casa. Ni siquiera está seguro de tener una casa de la que realmente pueda presumir, pero es lo más cerca que va a estar de ella, francamente. Se ajusta las gafas y se sienta junto a su escritorio, un bocado o dos de un viejo panecillo se abren paso entre su rutina. La pila de documentos que tiene delante es grande. Más grande que todo lo que le han dado hasta ahora. Pero en algún rincón profundo de su autocompasión, aprecia ese horario de trabajo estrangulador. Quizá incluso de forma preocupante.
Así que trabaja.
Trabaja hasta que se pone el Sol y luego vuelve a salir, sin parar de marcar con el bolígrafo una casilla tras otra. Comprueba si los datos coinciden y, si es necesario, los corrige, reportando sobre una iteración del Lila tras otra. Todas fallan, por supuesto; incluso ahí abajo, con toda la propaganda que intentan hacerle llegar para decirle que podría funcionar, se da cuenta de que es inútil. Siempre lo será. El Lila intenta arreglar a gente que no está rota. Gente que no necesita arreglo. Y en algún lugar de su alma, Jacob se siente mal por ellos.
Nunca se lo contaría a nadie, naturalmente; concebir una acción así es impensable, por mucho que odie la jerarquía de la que forma parte. Pero mientras hojea decenas de páginas que describen torturas infligidas a personas cuyo único delito fue querer ser libres, una parte de él que aún recuerda la empatía le dice que está mal. Tal vez no esté en lo cierto, tal vez solo sean sus prejuicios internos los que hablan. Pero no puede deshacerse de la sensación de que… las cosas no son como deberían ser. Como siempre deberían ser.
Y, sin embargo, algo dentro de él le dice a Jacob que esos pensamientos son erróneos. No sabe si se trata de su mente real o de alguna creencia profunda de la Fundación que él no termina de aceptar. Pero, por el breve momento que se permite considerar eso, él es…
No es feliz, no. Se desconecta de su trabajo. No puede ser feliz. Así no, piensa al volver a ver sus manos. Ni nunca, ni en mil años, si sigue siendo quien es ahora. Esperando al menos un poco de alivio, mira el espejo que cuelga ante él. Pero sigue siendo de día. No hay felicidad en su interior. Sólo recordatorios de por qué es tan horrible tal y como es. Jacob cierra los ojos, no quiere volver a mirarse, y se dice a sí mismo que es hora de volver al trabajo. Es lo mejor que puede hacer.
Así que suprime todos esos pensamientos y vuelve a ser un robot sin cerebro otra vez.
Aunque la noche sigue llamando a Jane como siempre, esta vez algo es diferente.
Al levantarse, no sabe muy bien qué es, pero algo… Algo se siente en el ambiente. No es el hedor nauseabundo que lo inunda todo; ya se ha acostumbrado a él. Es algo mucho peor. Como una pesada carga en el estómago, esa expresión de preocupación callada persiste en las notas al pie de su mente, sin llegar nunca a convertirse en texto completo. Así que, aun sabiendo que no debería hacerlo, Jane sigue su camino.
El suelo está más frío esta noche. Pero no pasa nada, piensa mientras se asegura de que no hay nadie con ella. Es un día demasiado importante como para que algo tan pequeño lo arruine, se reafirma mientras comprueba si el agua bajo las duchas ya se ha evaporado. Ya lo ha hecho. Jane suspira y se acerca lentamente a los espejos. Ha llegado la hora.
Con cuidado, saca la caja de detrás de su bata. Como si llevara un bebé en brazos. La coloca frente a ella, haciendo todo lo posible por no dañar lo que contiene. Ha sido demasiado difícil meterla aquí, de contrabando entre el material de laboratorio, como para pensar en no tratarla con el máximo respeto y preocupación.
Uno a uno, trabaja con los objetos del interior de la caja, como lo haría un escultor con un cincel. Cada segundo que pasa, el espejo de su cara se transforma lentamente en la forma que ella desea. No es fácil, pero nada que merezca la pena lo es. Y cuando termina, se queda mirando. Se mira a sí misma, y casi no puede creer lo que ven sus ojos. Porque, Dios santo, pensar que podría ser tan correcta sería absurdo durante el día; pero esta noche, no lo es. Y eso le gusta. Más que nada en toda su vida. Sus labios expresan inconscientemente ese pensamiento con una leve pero sincera sonrisa.
Y así, el tiempo deja de existir para ella. Sus ojos se clavan en su yo reflejada. Nada más importa; el frío que siente debajo no le molesta lo más mínimo, y los únicos sonidos que puede oír son los rítmicos tics de un reloj en una pared cercana.
Todo es como debe ser. Todo. Siente que ella está donde debe estar. Como si estuviera donde todo está bien. Si ese lugar existe en algún lugar ahí fuera, o ha existido alguna vez, para el caso, está aquí y ahora.
De repente, se sobresalta, su paz se ve interrumpida por un sonido imprevisto y horrible. La puerta situada a unos metros de ella se abre lentamente y, con paso pesado, alguien entra a través de ella. Escucha sus pasos; puede que estén lejos, pero la amenaza silenciosa que contienen sigue ahí. Traga saliva. En un segundo se le pasan por la cabeza dos mil millones de opciones, ninguna de ellas acertada. Ella intenta tragar saliva de nuevo, pero esta vez su garganta está vacía.
—¿Jacob? —Pregunta una voz áspera. En ella, él reconoce a Alex, quien, junto a más, acababa de regresar del frente ayer. Tiene músculos, estatura y cicatrices, pero en la sombra del baño sin luz, sus ojos entrecerrados apenas le miran; solo se fijan en su tosca figura de pie junto a un espejo.
—H-Hola —se le escapa en voz baja, acercándose cada vez más a la oscura esquina de la habitación—. ¿Qué… ¿Qué haces aquí? —Con un lento movimiento, aparta la caja de la vista de Alex y vuelve a meterla en su bata de laboratorio.
Alex se encoge de hombros con una indiferencia dramática, pero aun así se asegura de mostrar la gran cicatriz que ahora decora su antebrazo.
—No mucho. Solo me levanté para una meada de medianoche. —Se dirige en silencio hacia la letrina más cercana, sin prestarle ni un poco de atención. Sin embargo, tiembla de miedo de todos modos—. ¿Tú?
—Yo… Sí. Y-Yo también.
Un silencio incómodo invade la estancia.
—¿Cómo está el frente? —Pregunta él, prefiriendo retomar la conversación en sus términos; lo último que quiere ahora mismo es una confrontación—. ¿Alguna novedad?
En respuesta, Alex solo se ríe.
—Ha sido la mejor cacería que hemos tenido hasta ahora, amigo.
—¿Sí?
—Sí. El recuento de muertes ya va en cuarenta y siete. Los mierdas me jodieron, pero oye, cualquier cosa que haga que esos cabrones se reúnan con su creador más rápido, está bien para mí —se ríe—. ¡La cicatriz vale la pena!
Mientras Alex tira del agua, él no se mueve. Ni siquiera se inmuta. Incluso cuando Alex se lava las manos, no puede; lo único que retumba en su cabeza son esas palabras y el tono en que las dijo. No era solo la obediencia normal de un soldado, no; era… Era como si no viera a esas personas como humanos. En absoluto.
Tanto que disfrutó de cada momento.
Alex sale del baño, y ahora, ella está completamente sola otra vez. Y solo se queda ahí, de pie.
Cualquier cosa que haga que esos cabrones se reúnan con su creador más rápido, está bien para mí.
Ella mira al suelo, pero no dice nada.
La cabeza de Jacob se siente como la muerte.
Intenta ignorarlo y se dirige a la cafetería para tomar un tentempié matutino. Sin embargo, todos sus intentos resultan inútiles cuando el intercomunicador anuncia que "TODO EL PERSONAL MILITAR DEBE PRESENTARSE INMEDIATAMENTE ANTE EL JEFE DE SU EQUIPO" en un tono tan alto y punzante que casi le hace vomitar. Él se asquea, pero sigue adelante.
Lentamente, se sienta cerca de la mesa aislada y empieza a masticar la insípida comida enlatada que le han dado. Sabe que es mejor que nada, pero sigue echando de menos la comida de verdad. La que siempre le daba su madre. La que satisfacía todas las necesidades culinarias que un niño de siete años como Jacob pudiera tener. Olía tan bien, recuerda, pero solo brevemente. Cambiaría casi cualquier cosa por volver a casa y compartir una comida más con su abuela.
Casa.
Casa.
Esa sola palabra pasa por su cabeza como un trueno que parte el aire. Hace tiempo que no piensa en su hogar. Ni siquiera está seguro de si sigue ahí fuera. Porque está completamente seguro de que no está aquí abajo, enterrado bajo toneladas de tierra y acero a las que se ve obligado a llamar refugio. No quiere admitirlo, pero lo echa de menos. Echa de menos esa libertad de volver a casa después de cada noche de trabajo, de poder elegir activamente estar en otro lugar que no fuera la Fundación. Algunos de sus compañeros atrapados aquí con él no cambiarían su seguridad por ver su casa una vez más, de eso está seguro.
Sin embargo, no está tan seguro de lo que haría si tuviera la oportunidad.
Una vez terminada la comida, se levanta dispuesto a marcharse. Pero cuando está a punto de salir, oye algo; un leve susurro, que viene justo de detrás de él.
—… En dos días —dice la voz preocupada, haciendo todo lo posible para que no la oiga nadie más que sus amigos—. Eso es lo que me dijeron. Faltan dos días.
—… Dios. —Interviene otro—. ¿Cuántos?
—Alrededor de diez mil —responde uno.
—Mierda —concluye una tercera voz. Tiene miedo. Incluso Jacob puede oírlo—. Mierda.
—Y no tenemos suficientes hombres para… —Intenta decir el primero, pero el codo del segundo se lo impide al chocar contra su vientre. Los tres se giran de repente y miran a Jacob, con las palabras atascadas en la garganta.
No necesita palabras para captar el mensaje.
Con paso rápido, Jacob se dirige al laboratorio, dos pisos más abajo. Su dolor de cabeza ya no es una preocupación; lo único que sigue preocupándole son esas personas y lo que han dicho. Por sus palabras está claro que se acerca un ejército mutante, por su tono… que están preocupados. Si lo que han dicho es cierto, y, a juzgar por sus insignias de Nivel 4, Jacob no pone en duda su sinceridad, todo el Sitio está en peligro. En el mayor peligro en el que probablemente haya estado nunca.
Y, sin embargo, a Jacob no puede importarle lo suficiente.
En realidad, no sabe por qué. Simplemente no puede. No es exactamente indiferencia o una especie de aceptación cósmica del destino que lleva meses esperando. Para ser honesto, es una emoción que le resulta difícil de articular. Más difícil de lo que las palabras pueden expresar. Se encuentra entre la nostalgia, la tristeza y la añoranza de…
… sí, ¿de qué, exactamente?
¿La libertad?
¿La capacidad de ser sí mismoao?
¿Su hogar?
¿O todo al mismo tiempo?
Élla no encuentra una respuesta.
Esta noche, Jane no anhela la libertad, sino algo infinitamente menos complicado.
Ella añora los recuerdos.
Sentada con las piernas cruzadas en ese suelo de baldosas que conoce tan bien, no se mira en el espejo para verse a sí misma. Se mira en él únicamente para ver los dos pozos de su alma que a ella le gusta llamar ojos. Y eso, la superficie lo refleja bien; lo suficiente para que ella caiga inmediatamente en trance.
Sin pensar mucho, deja que sus pensamientos vaguen libremente por su cabeza. No sabe muy bien por qué, pero esta noche esos pensamientos solo encuentran un destino, un único final: Su hogar.
Para Jane, el "hogar" no es tan material como le hubiera gustado. Desde que era una niña, ha estado yendo y viniendo, viviendo en cualquier lugar que sus padres pudieran permitirse en ese momento, así que la palabra no tiene tanta resonancia para ella como estaba segura de que la tenía para otros. Pero sigue existiendo una cualidad etérea, un rasgo inasible en ese ideal casi platónico de "hogar" que guarda en su mente. Y ese ideal es hermoso.
Jane nunca había anhelado… nada, en realidad. Desde luego, siempre había tenido objetivos en mente, desde obtener ese título hasta conseguir por fin un ascenso, siempre estaban ahí, pero eran solo eso, objetivos, planes físicamente alcanzables que podía incluir en su agenda y conseguir realmente. Pero soñar con algo, soñar de verdad con algo, nunca lo hacía. Estaba demasiado anclada en la horrible realidad que la rodeaba como para dejarse llevar por una fantasía en la que todo iba bien y ella era feliz.
Hasta ahora. Esta noche, ella permite que eso cambie.
Con el alma casi liberada, mira fijamente sus preciosos ojos marrones y piensa. Imagina ese hogar metafórico y, por un momento, piensa en lo maravilloso que sería. Lo fuertes que serían sus paredes y lo cálida que ardería la chimenea. Y, lo más importante, lo seguro que sería su interior. Lo libre que ella sería para ser sí misma en su interior. Cuán… Cuán segura estaba de que nunca necesitaría esconderse dentro de esa casa.
Eso es todo lo que necesita para añorar de verdad su hogar.
No está segura de poder encontrar un lugar así, ni ahora ni nunca, pero… sabe que es posible. Ahora, ya no es un sueño, es un plan que tiene en su agenda, como el resto de las cosas que quiere conseguir. Lo mejor, sin embargo, es que sabe exactamente cómo conseguirlo.
Está segura de que su hogar está en algún lugar. Varado entre las ciudades mutadas y la gente igualmente cambiada, el lugar en el que desea vivir está ahí, esperándola. Está segura. Tiene que ser así.
Y va a hacer lo que haga falta para encontrarlo.
Cuando Jacob se despierta de nuevo, empieza a percibir un patrón.
No es extraño, naturalmente; trabajar en el laboratorio, o en cualquier otro trabajo de la Fundación, para el caso, era entregarse al infierno corporativo de la repetición ad infinitum, que él conoce bien. Pero hay algo particularmente peculiar en el bucle en el que se encuentra. Una sensación de hormigueo a sus espaldas, siempre ahí para recordarle que no se trata del uróboros normal del deber encomendado a un hombre normal, siempre ahí para susurrar silenciosamente al oído de Jacob que las cosas no son como deberían ser.
Sin embargo, una vez más no encuentra respuesta a lo que realmente siente. Y a estas alturas, ni siquiera está seguro de querer tener una.
La serpiente del infinito agarra con fuerza la garganta de Jacob, que entra de nuevo al ensayo de la investigación. Se sienta y, como un robot sin cerebro, empieza a trabajar. Sello. Sello. Sello. Un documento de laboratorio archivado tras otro, lee y lee y lee y lee hasta que lo único que queda dentro de él son datos puros, todos describiendo esa horrible tortura que sus superiores designaron como el Lila. Quizás otros se rendirían al horrible eufemismo y lo llamarían salvación, pero él… Él ve lo que es. Qué mezquina y cruel tortura infligida a aquellos que no deseaban otra cosa que la libertad representa en realidad.
Pero no es capaz de tenerle miedo.
Cada corte y pinchazo descrito tan vívidamente en esos documentos duele, eso es seguro, pero él… ¿Él no siente verdadero terror cuando lo ve? Una parte de él le dice que se debe a la forma de fría indiferencia a la que moldeó su cerebro durante los años de trabajo para la Fundación. Pero otra parte, quizá más sabia, reconoce que no es eso, no; esa parte antigua, antiquísima de su conciencia le susurra al oído que no le da miedo porque en el fondo sabe que correría el riesgo. Incluso si supiera que inevitablemente fracasaría y acabaría atado a esas mesas de pruebas cada vez que lo intentara, seguiría arriesgándose. Cada. Vez.
Y a veces, incluso escucha esa parte.
En esos pocos minutos de descanso que se permite cada hora, cede a esos sueños extrañamente oscuros. Escucha cómo la voz nocturna de una mente tan suya, pero tan ajena, le dice que está bien pensar en ellos, mostrándole activamente dónde buscar para encontrarlos. Y, con el tiempo, le señala los contenedores de SCP-3396 guardados en el almacén de material bio-peligroso.
Así que escucha.
En tan sólo una fracción de segundo entre sesiones infinitamente largas de papeleo infernal, recorre los pasillos blancos de su prisión, encontrando siempre el camino hacia un lugar, un refugio entre todo ese fuego: El lugar que su mente siempre le dice que visite. Esos maravillosos paneles de cristal transparente se abren para mostrar una habitación, tan infectada de organismos mutados por SCP-3396 que casi se está pudriendo. Y Jacob se deleita con ellos, bebiendo su inmaculada belleza en cada segundo de libertad que él y ellos pueden crear juntos durante sus días de trabajo.
Para sus Supervisores, son monstruos. Para sus amigos, son enemigos. Pero para él, son nada menos que perfectos.
Jane no sabe muy bien por qué, pero esta noche se siente la persona más feliz de la Tierra.
Sabe que, si solo pensara lo suficiente, podría ser capaz de sumergirse en su yo diurno y comprender la fuente de su alegría. Pero, al ponerse el vestido de noche y toda la libertad que conlleva, ella no quiere eso. Ni ahora ni nunca.
Así que se limita a repetir su camino habitual, tan maravillosamente dichoso para su estado de existencia feliz.
Con una gracia casi danzante, entra en el cuarto de baño como si fuera el suyo propio, con sus herramientas de belleza ya preparadas. Esta vez tiene algo especial; no sabe muy bien cómo ha conseguido ese pintalabios, pero eso no importa. Esos pensamientos no preocupan a Jane. No durante la noche, al menos.
Lentamente, como si lo que tuviera en las manos fuera el objeto más valioso de todo el planeta, lo abre. Con la precisión de un cirujano, Jane comienza a aplicar el pintalabios sobre sus labios resecos, con sumo cuidado de no estropear nada. No podía permitirse el lujo de cometer un error ahora, ya que hacerlo le costaría el que probablemente sea el mejor momento de su vida. Y cuando está a punto de mover la mano en un último gesto que daría por concluida toda la operación, un horrible sonido le rompe los tímpanos, haciéndola soltar el objeto y romperlo.
"¡ATENCIÓN A TODO EL PERSONAL DEL SITIO! DENTRO DE EXACTAMENTE VEINTICUATRO HORAS, UN ATAQUE MASIVO DE APROXIMADAMENTE MIL MUTANTES INFECTADOS POR SCP-3396 LLEGARÁ A NUESTRA UBICACIÓN ACTUAL. POR ESTE MEDIO SE LES ORDENA QUE SE PREPAREN LO MEJOR QUE PUEDAN CON LOS RECURSOS QUE TIENEN A SU DISPOSICIÓN. DEBEN PROVEERSE DE SU PROPIO EQUIPO MILITAR, POR PROVISIONAL QUE SEA. NO QUEDAN MÁS EQUIPOS MILITARES PARA REPARTIR. EL COMANDO DEL SITIO PIDE DISCULPAS POR LAS INCONVENIENCIAS."
Jane no sabe qué le duele más, si el pintalabios roto, su maquillaje estropeado o el horrible dolor de cabeza que la voz mecánica despierta en ella una vez más. Tal vez, piensa, sean todos ellos. Pero no siente rabia por ello; ni siquiera siente tristeza. Lo único en torno a lo que sus pensamientos se atreven a girar es el ataque que está a punto de… Bueno, "ataque" era un término muy… liberal para el evento inminente, piensa. Tal vez…
… tal vez "liberación" era la palabra más apropiada.
Con un puño lleno de determinación, recoge su accesorio, ahora partido por la mitad. Sin embargo, no lo considera roto, sino tan bueno como siempre. Tan bueno como está a punto de ser. Cierra los ojos, y en esa oscuridad no encuentra preocupación, solo expectación por lo que está a punto de suceder.
Cuando vuelve a abrir los ojos, por primera vez en mucho tiempo, Jane sonríe con toda sinceridad.
El sistema de anuncios de todo el sitio grita tan fuerte que casi ensordece a Jacob.
Si él hubiera estado dormido cuando empezaron, le habrían hecho la vida imposible. Pero la agitación de todo aquello simplemente no lo permitía; lo único que aún quedaba en el organismo de Jacob era éxtasis, revuelto por el agotamiento,
la preocupación,
y la anticipación.
No sonríe. Nunca se lo permitiría, al menos aquí, pero la felicidad que desea manifestar sigue ahí, en su interior, gestándose para salir. Solo un poco más, piensa mientras se arregla la corbata. Solo un poco más y…
¿Y qué, exactamente?
La pregunta lo golpea como un muro de ladrillos. Desde que oyó aquel anuncio, supo que estaba esperando su realización, pero ahora, ni siquiera está seguro de por qué. Seguramente, intenta racionalizar, querer conocer la fuente de su estrés es lógico, en cierto sentido; si simplemente se enfrentara al problema en sí, ya no tendría ninguna razón para temerlo en primer lugar. Entonces, ¿por qué, por qué, no está seguro de esa explicación? De verdad, ¿por qué?
Si tuviera tiempo, Jacob intentaría responder a su propia pregunta. Sin embargo, el ajetreo incesante de sus colegas y el estruendo de los anuncios de emergencia hacen que concentrarse en algo sea imposible. Así que se encoge de hombros y vuelve a fingir que se está preparando para el ataque, jugueteando con el arma vacía que pudo encontrar anoche. Mientras cumpla su función, piensa.
—¡Ramírez! —Una voz repentina saca a Jacob de sus pensamientos, haciéndole volver inmediatamente a la realidad.
Abre los ojos y mira al recién llegado.
—¿Señor? —Reconoce a un superior que no logra ubicar.
Sin mediar más palabras, el comando, cansado del combate, impone algo en la mano de Jacob. Sin saber qué más hacer, lo acepta. El objeto es áspero y frío y, lo peor de todo, irradia muerte. Por un momento, Jacob traga saliva.
—Escucha, chico —continúa el hombre, mirando directamente a los ojos de Jacob—. El resto de los de Nivel 4 del laboratorio están preparando el Lila. Pero tú no —dice antes de que Jacob se dé la vuelta para reunirse con ellos. El hombre señala el laboratorio a su alrededor—: Quédate aquí, y asegúrate de que, si algo va mal, pongas esto donde debe estar. ¿Entendido?
Jacob asiente, tanto por indiferencia como porque quiere que el hombre se vaya. Antes de que pueda siquiera responder, el soldado desaparece por el pasillo, otro miembro del personal ya es su próximo objetivo para conversar. Así que Jacob hace lo único que puede hacer, en realidad: Mira lo que le han dado.
Y entonces traga saliva.
En circunstancias normales, nadie por debajo del Nivel 5 tendría una de esas en sus manos. Pero supone que los tiempos se han vuelto realmente desesperados como para que estén dando las llaves del sistema de lanzamiento nuclear del sitio a gente como él. Supone que, de algún modo, tiene sentido; él es el tipo que mejor conoce la disposición del laboratorio, así que sabría cómo llegar al lugar al que pertenece la llave. Pero eso no lo hace menos jodido. O menos irresponsable.
Al son de las continuas sirenas que suenan desde lo alto, se limita a mirar fijamente su nueva adquisición, realmente incapaz de decidir qué se supone que debe pensar al respecto.
La noche ya está avanzada cuando llega el ataque.
En un instante, todas y cada una de las alarmas que antes gritaban a pleno pulmón sobre la inminente invasión se detienen. Lo único que queda es un silencio tan denso que Jacob casi puede tocarlo. Y en él se encuentran miles de personas, con sus armas bien aferradas contra el pecho. La única interrupción de esa constante es Jacob, con la mano tentativamente sobre la llave del lanzamiento nuclear.
Durante lo que parecen horas, nadie habla. Nadie se atreve siquiera a respirar. Simplemente permanecen allí, enterrados bajo toneladas de acero y ocultos tras un manto de oscuridad, con el corazón latiendo tan rápido como sus pensamientos. Cada uno de ellos deja escapar una oración silenciosa y aprieta los labios.
Y entonces, el infierno se desata.
Con una explosión equivalente a la de un sol moribundo, el techo del Sitio se hace pedazos. Los disparos comienzan casi de inmediato, seguidos rápidamente por gritos y alaridos, tanto humanos como no humanos. Mientras la realidad se hace pedazos, empieza a llover de la nada y Jacob oye otra explosión. Esta vez, sin embargo, se produce a la inversa; porque el propio tiempo comienza a negar su propio camino. Jacob retrocede a trompicones mientras el universo más próximo a él deja de funcionar como debería, atrapado ahora en una burbuja de sinsentido cronológico.
Con un siseo silencioso, una figura hecha únicamente de sombras emerge en ella, aparentemente sin inmutarse por las dilataciones temporales. Si Jacob no fuera él, ya estaría huyendo. Y la serpiente del tiempo lo sabe, acercándose cada vez más a su garganta.
Cuando la mano del mutante estaba a punto de alcanzar la garganta de Jacob, se oye un grito y un disparo. Una bala que vuelve de la nada atraviesa la cabeza del hombre sombra, volviendo rápidamente a su remitente original, que se encuentra detrás. Tan confuso como Jacob, el agente del DM parpadea dos veces al romperse la burbuja temporal, sin saber muy bien qué acaba de ocurrir. Sin embargo, antes de que pueda preguntar nada a Jacob, se levanta y empieza a correr con toda la fuerza que la madre naturaleza le ha dado.
Navegando por un laberinto de laboratorios, dormitorios, almacenes y oficinas, Jacob intenta observar el mundo que le rodea. Es caótico, más caótico de lo que jamás ha visto, pero no puede decir que no sea, de alguna extraña manera, hermoso. Las coloridas nubes de humo que hablan y la miríada de humanoides que una vez estuvieron encadenados despliegan sus alas y recorren el Sitio.
Y por donde pasan, solo les sigue una cosa. Derriban el espantoso aparato del Lila y dejan sólo a los hombres y mujeres que no tuvieron complicidad en tales crímenes contra la belleza. Y todo eso, todo ese caos maravilloso, desorganizado, al borde del sinsentido, es impresionante. Impresionante más allá de las palabras.
Lentamente, Jacob se detiene en seco. Al darse cuenta de adónde le habían llevado sus pies, una repentina chispa de consciencia recorre su mente. No quiere decir que no fuera consciente antes, por supuesto, pero en ese preciso instante, pudo sentir que era más consciente de sí mismo que nunca. Como si el maratón involuntario que tuvo que correr para llegar hasta aquí no fuera una decisión subconsciente, sino su verdadera mente y su alma mismas dirigiendo sus riendas sin que él se diera cuenta.
Las unidades de contención de 3396.
De repente, se produce otra explosión detrás de él. Cuando un hombre con cuatro piernas, y una mujer con ojos y brazos de mantis, emergen del final del pasillo, no reparan en Jacob. En su lugar, se cargan a otro de esos guardias de seguridad que tan desesperadamente trataban de demostrar que su artillería estaba a la altura del poder del pueblo, ahora desbordado. Jacob tampoco repara en ellos y se limita a caminar hacia las puertas que conducen a su cielo.
Ante la muerte de la realidad consensuada que le rodea, Jacob abre las puertas y entra en la esclusa que separa el Sitio y las cámaras de bio-contención. Durante un instante, un instante infinitamente largo que parece una eternidad, se detiene en seco antes de que su mano alcance el panel de control de la sala que tiene ante sí. Antes de poder abrir completamente el último muro que le separa de la libertad, Jacob baja la mirada hacia su mano y considera la llave nuclear.
Contempla su forma fría y áspera, y realmente considera lo que debería hacer con ella. En silencio, contempla el pasillo en el que se encontraba momentos antes. Ahora, está completamente vacío, lo único que queda en su interior son algunos cadáveres de personas que estaban demasiado ciegas para ver que, contra lo que realmente luchaban, era contra ellas mismas. Traga saliva, pero no por miedo. Jacob no es uno de ellos. Jacob no va a ser uno de ellos.
Jacob nunca ha sido uno de ellos.
Con la mayor seguridad que había tenido desde que nació, Jacob pulsa el botón de seguridad. Lentamente, las puertas herméticamente cerradas comienzan a abrirse, una ola de aire no presurizado las atraviesa. Y, en apenas dos instantes, se abren de par en par ante él, invitando a Jacob a tomar su decisión.
Si no estuviera seguro de lo que va a hacer, se detendría aquí y consideraría sus acciones, aunque solo fuera un momento. Pero ahora, sabe lo que quiere hacer más que nunca. Sabe lo que necesita hacer.
Así que él toma su decisión.
Pero bueno, ella ya la tomó hace días.
Con el corazón encogido, Jacob entra,
y Jane respira aliviada, verdaderamente libre por primera vez desde que nació.
El mundo está en ruinas.
A todos los efectos, lo que antes se consideraba la civilización ha desaparecido, sustituida por un páramo en llamas construido sobre lo que antes se alzaba en alto. Los rascacielos del hombre que se elevaban hacia los cielos no son más que calientes escombros, tumbados entre las amplias grietas rotas dentro de las podridas carreteras. Lo único que queda donde una vez estuvieron es el cielo, despejado como nunca lo había estado.
Y en ese cielo se eleva Jane Ramírez.
Libre de los grilletes de su mortalidad, despliega sus alas y se eleva a los cielos. El viento frío acaricia su larga cabellera y su suave piel, y sopla a su alrededor mientras ella asciende a toda velocidad hacia el cosmos. Ahora, por encima de todo y de todos, ve el mundo entero. Si la mayoría de la gente viera lo que ella ve, lo llamaría ruina; ella, sin embargo, tiene una palabra diferente para describirlo. Una palabra que refleja el estado del mundo tan bien como refleja el suyo propio.
El mundo es libre.
Por todas partes, Jane puede ver que ya no está atada por la idiotez de la vieja realidad; ahora es ella misma, y sólo ella misma. Es la única versión de sí misma que podría ser libre, finalmente liberada de las cadenas de la normalidad. Por todo lo que todavía vale, por fin puede tener prosperidad.
Como ella misma.
Mientras Jane vuela cada vez más alto, esboza una sonrisa tan amplia que apenas puede contener su rostro ahora perfecto. Sus alas sienten el cosmos a su alrededor cuando supera el límite de velocidad y, ahora y siempre, se siente libre.
Para algunos, el mundo se ha acabado.
Para otros, sin embargo, no ha hecho más que empezar.
