El infierno está vacío
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Esta mañana John se despertó, pero parecía algo diferente. Se acercó a la ventana de su habitación, abrió sus incoloras cortinas y dirigió su atención hacia los serenos lirios que había plantado hacía ya unas semanas en su jardín. Los miró durante mucho, mucho tiempo, y lo único que se le antojaba era estar ahí, en ese momento, en ese instante por toda la eternidad. No miró al Sol naciente tras la sierra del norte, pues tan siquiera recuerda si aquella mañana había Sol. Puede ser que ya no hubiera nada, más que él, mirando a la piedra de su jardín con sus lirios, mirando esas calles por aquellos tiempos tan abarrotadas de gente en hora punta ahora frías y solitarias.

Se acercó a la cocina con los ojos ligeramente húmedos y desayunó unas tostadas con mermelada. Simplemente era lo más exquisito que había comido en toda su vida. Su vida. Era como si todo ya hubiera perdido el sabor, el color, la alegría. Pero él sabía que esa mañana era diferente. Tenía que serlo, y estaba muy calmado por ello.

Así que directamente y sin pensarlo dos veces agarró el pomo de la puerta tan fuerte como pudo, cayó en sus rodillas ante esos lirios, y abrió la boca tanto como su mandíbula le permitió, e inhaló. ¿Por qué continuar llevando una máscara pudiendo respirar? Se estiró al lado de aquellas flores, aquel altar y cerró los ojos, todo con un gesto plácido en el rostro. Ya no vestía de americana colorida, solo llevaba una sudadera azul, tranquila. Mientras lentamente se desvanece, desaparece junto con Andrea, desaparece junto con aquel olmo inmortal, desaparece junto con su hermoso trabajo que ahora le permitía estar así, tendido sobre su memoria, desaparece justo como todos lo habían hecho, y ahora le dan las gracias. "¡Qué hermosa existencia!" piensa, "¡Qué hermoso regalo!".

Mañana no será otro día.

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