De Aquellos Viajes Psicodélicos Que Te Llevan Más Allá
Puntuación: +21+x

Objeto Anómalo ES-150224
Descripción del Objeto: 12 16 un número indeterminado de ejemplares de una especie desconocida del género Psilocybes. Solo pueden ser observados desde ciertos ángulos, ontológicamente inestables. De naturaleza hiperdimensional.
Fecha de Adquisición: 01/06/2019
Lugar de Adquisición: Anzoategui, Venezuela
Estado Actual: Enviado al Departamento de Investigación Ontótica del Sitio-34 para pruebas.
Nota: Las pruebas no han arrojado resultados concluyentes con el Personal de Clase D, debido a ciertos efectos contraconceptuales en los grupos humanos Azur negativos. Esperando más experimentos. - Dr. Andrés Mondragón.


Luego de leer las catorce páginas de propiedades químicas y distorsiones en la realidad, Richard Dunwich se preparaba para su momento. En base a los estudios del Dr. Calixto Narváez, procedió a entrar en un profundo trance, mientras los humos de los inciensos alrededor conformaban patrones cíclicos de cinco nodos, los cuales, aun manteniendo su topología se distorsionaban a través de varias dimensiones superiores, favoreciendo las simetrías pentagonales. La bóveda de experimentación esotérica estaba debidamente preparada, con variadas formas geométricas hipercomplejas talladas en el suelo a través de diseños asistidos por ordenador para actuar como contragolpes externos para su inmanencia.

Los hongos tenían un aspecto inusual. Parecían tener formas poligonales, pero luego se volvían autosimilares. Luego no los podías ver, y no había forma de saber cuántos eran, pues su número tampoco era fijo. Sus colores, era lo más inusual, pues recreaban patrones intrincados imposibles de replicar por un humano, aunque no eran cognitopeligrosos.

Antes de consumir una muestra preparada, Dunwich invocó una forma de Inteligencia Construida, con el aspecto de un felino negro, con su nombre escrito sobre su pelo en runas Futhorc. Su nombre era "Hroðgar", que significaba "gran lanza" o "lanza famosa", pues serviría como enlace entre la consciencia de Dunwich y los investigadores detrás del vidrio de la bóveda. Independiente de lo que ocurriera, parte de la voluntad de Dunwich yacería en Hroðgar; mientras el felino estuviera de pie, la experimentación podría continuar.

―¿Estás listo, Richard? ―preguntó el Dr. Dowell, preparándose para las observaciones.

―Ya está todo listo, Borja. No quites la mirada de Hroðgar: si parece caer muerto, autoriza al equipo a entrar a reanimarme.

―Vale, voy a enviarte la muestra ―decía el Dr. Von Braun, quién estaría a cargo de apuntar las observaciones externas de Dunwich.

Desde unos altavoces, se oía otra voz participante. ―Ya estoy en línea con los lectores neurales. Espero que la IA me ayude tanto como le ayudé yo programándola ―dijo entre risas el Dr. Mondragón, mientas supervisaba la operación dede su puesto remoto. ―Comenzaremos en 10 segundos.

Richard respiró hondo, e ingirió la muestra. El humo volvió a configurarse a su alrededor. Hroðgar caminaba por el suelo, actuando como un gato normal, mientras era atentamente observado por Dowell.

Los sentidos se fusionaban. Vista, olfato, cambiantes y alternados en un vals de sensaciones, donde los colores rojo y negro de su túnica ceremonial evocaban paisajes aromáticos de orquídeas y vino espumante. Tacto, entrando después, en un triunvirato de suavidad de rojo brillante y aspereza con esencia de vainilla. El cuarteto se formó con la audición. Dunwich dejó de oír las voces de los doctores del otro lado, y solo observaba tonos dulces y rugosos. Pero el gusto no se presentaba.

Luego el espacio a su alrededor mutó, deformándose como un fluido no-newtoniano sobre la superficie de un parlante vibrando a 20 hercios, en ese reino difuminado entre la melodía y el ritmo. Deambulaba por un pasillo oscuro y monocromo, que se retorcía en tirabuzones y curvas, hasta que entró a una ciudad, de habitantes indeterminados. Los edificios parecían curvarse hacia un punto fijo en el cielo carmesí, y bandadas de cuervos poblaban cada techumbre, empenachadas astas escindiendo en la bóveda celestial.

Las marcas de sus pies dejaban huellas que relataban gestas olvidadas de héroes inexistentes, mientras la marcada arquitectura cubista a su alrededor hendía sobre su cabeza, goteando pensamientos incompletos que caminaban algunos pasos antes de morir y desvanecerse en el viento.

Comenzaba a hacer calor. Dunwich miraba la cáscara que le envolvía, esquinas filosas que asestaban estocadas desde siete dimensiones, pero se sentían curvas al tacto. Del otro lado del reino surreal, Von Braun oyó murmullos desde la bóveda. Dunwich susurraba tenuemente que lo sacaran de ahí, pero Dowell desestimó eso, pues Hroðgar seguía activo, lamiéndose las patas. Realmente era un felino en toda regla, pero no podía evitar sentirse perturbado cada vez que le miraba. Había algo en sus ojos que delataba la ilusión que proyectaba, que solo era una voluntad ciega de un ser envuelto en la anormalidad de químicos enloquecidos y respuestas indescriptibles.

Ahora Dunwich oía una melodía. Parecía apergaminada de sonidos del pasado, efectos de reverberación y atrapada en un tempo reducido, que borraba y reescribía constantemente la frontera entre el sueño y el despertar. La claustrofobia tomaba forma humana, y tocaba batirse a duelo contra ella. Las percepciones cambiantes de esta arena improvisada destellaban y desaparecían. Sólo había que luchar.

En la bóveda, Hroðgar estaba muy inquieto, persiguiéndose la cola e intentando atrapar un pájaro que no estaba ahí. Sus maullidos tomaban un escalofriante timbre humano. Pese a la discordia, Dowell sabía que debía estar atento. Si Hroðgar caía inmóvil por más de cinco segundos, tendría que entrar.

Mondragón hizo notar su preocupación ante las lecturas. Estaba teniendo un "mal viaje", pero podía ser peligroso intervenir. El área alrededor de la bóveda se saturaba con EVE, y generaba algunas reacciones impredecibles, entre destellos de luces y contragolpes en cadena. Von Braun sabía que los viajes psicotrópicos eran parte importante en la formación de los taumaturgos, pero tenía muchos riesgos inherentes a los mismos. En sus estudios ha visto desde gente conflagrando hasta la apertura de grietas en la realidad. Ninguna tenía una prospectiva deseable.

La lucha había concluido, aunque Dunwich sintió un intenso dolor en el pecho al asestar el golpe de gracia. Una vez hecho esto, su cáscara se rompió. Al emerger, podía ver que su cuerpo se disgregaba, expandiéndose en todas direcciones, desde las cuales parecía iniciarse un nuevo universo. Volvió sus ojos hacia sí mismo, pero no encontró un cuerpo, sino un conglomerado de funciones matemáticas que recreaban las ecuaciones de su existencia.

Pasó una eternidad entre valores divergentes e indeterminaciones que destrozaban su concentración cada vez que tomaban forma fuera de sus igualdades, pero Dunwich continuaba. Tenía un teorema interesante que probar, y era determinar la función que originó la suya. La notación dolía al mirarla, tenía un gusto a óxido y era gélida, pero si lograba integrarla, tendría la respuesta. Del otro lado, Hroðgar se tiraba en el suelo, moviéndose erráticamente. Se escuchó un grito fuerte desde la bóveda, y Mondragón alertó a los doctores. Habría que intervenir.

―El gato aún se mueve. Convulsiona, pero se mueve ―decía Dowell desde su micrófono.

―No importa lo que haga el gato ―respondió Mondragón. ―Si no le sacamos de su trance, podría haber consecuencias nefastas.

―Podría explotar ―dijo Von Braun, en un tono calmado que lo hacía parecer incluso más grave. ―Si su mente no puede ordenar el EVE usado en su trance, podría generar una reacción impredecible. Podría quemarlo desde dentro, o volar toda la bóveda.

―¡No! ―exclamó Borja. ―Nos apegaremos al protocolo, si el gato no se mueve, intervenimos. Dunwich aguantará.

La bóveda accionaba los mecanismos ignífugos, pese a que no había ninguna fuente visible de combustión. Las temperaturas en las lecturas oscilaban violentamente. El contador Geiger crepitaba rapidamente, arrojando error de división por cero. Se oyó otro grito, con el timbre de Richard.

Ya se encontraba cerca de la respuesta final. Había estado iterando un número incontable de veces, mientras grandes zarzas se enrollaban entre sus brazos, impidiéndole escribir la respuesta en el receptáculo del otro lado del signo igual. Podía sentir que le desgarraba por dentro, pero era la única forma de escapar. Cada trazo se llevaba parte de su vida, pero ya no había vuelta atrás. Su respuesta sería lo que le despertaría de esta hórrida pesadilla preternatural. Los fuegos congelados le reclamaban a un lugar más allá del olvido, antes de ejercer un último esfuerzo para completar la ecuación. Era una respuesta larga, pero sencilla. Lentamente, el todo a su alrededor cedía ante la nada, y aunque eso significaba que su respuesta se estaba perdiendo, pudo atisbar lo que significaba.

Transcendencia.

Ahí entonces, le contempló. El arquitecto de su creación, el demiurgo que conformaba su realidad, y tantas otras a su alrededor. La dirección de sus actos. El motor de su potencial.

Le miró a los ojos, parecía ser un hombre joven, de cabello rubio, extenso y rizado, ojos de tono ámbar, quien le miraba atento desde el otro lado. Dunwich no conocía este rostro, pero él podía ver otras particularidades que sí le eran familiares. Nueve doncellas en blancas arenas. Estaba en medio de un puente de arcoíris, hecho de fuego, aire y agua. Portaba un glorioso cuerno que un buen día, llamaría a sus hermanos a una última batalla. Pero había otra figura que no calzaba en su evocación de mitemas nórdicos. Era un cisne de cuello negro, una vez vivo, pero ahora remanente en la calamitosa mente de la entidad que lo observaba.

―¿Qué eres? ―preguntó Dunwich, sin decir nada. De alguna manera, lo no dicho era liminal en este plano, y casi parecía que, después de todo, la entidad ante él hubiera hecho la pregunta desde sí mismo. ―¿Tú fuiste quién me creó?.

―Sí ―respondió la entidad. ―Te he creado, así como eres, para que hagas tu parte.

―¿Tú eres el demiurgo que todo lo ha creado?

La entidad se echó a reír. ―Claro que no. No podría crear el vasto mundo en el que resides por mi cuenta. Hay más como yo, ellos crearon a muchos de tus colegas. Pero yo soy quien creó tu experiencia.

Dunwich estaba confuso, los recuerdos de su mal viaje apagándose. ―¿Qué quieres decir?

―La creación no es producto de una única fuerza constructora ―replicó la entidad. ―Habemos varios implicados en el movimiento del mundo que conoces, pero no somos perfectos, como quisieras creer. Cada uno de nosotros tiene su propia imagen, y el mundo que recrea se refleja a su semejanza. Pero somos falibles. Tenemos nuestros conflictos, nuestras discrepancias, nuestras contradicciones, sin embargo, nos la arreglamos para que todo funcione como debería. Sé que puede ser decepcionante saber que tu universo es solo una manifestación imperfecta de otros seres imperfectos que ni siquiera pueden ponerse de acuerdo en la grafía de los nombres de sus personajes, pero queremos hacer de vuestra vida algo interesante. Hay otras entidades, que no pueden crear aún, pero están mirando sus acciones. Y les gusta lo que ven, pese a lo disfuncional que pueda resultar a veces. No puedo ser un dios, pues no soy perfecto.

―¿Eso quiere decir que mi vida no tiene sentido?

―Eso no es cierto ―respondió entre una breve carcajada. ―Tiene sentido para más gente de la que imaginas. Y no temas si tus acciones un buen día parecen estar ordenadas de forma inusual. Seguro es otro como yo plasmando su creación a su modo. Mientras más pase, mejor será. Significa que te vuelves popular.

En un breve momento de realización, Dunwich observó desde la parte superior de su mundo metaficcional, a sus colegas, quienes se veían preocupados ante un felino inmóvil, aparentemente muerto, en el suelo de la bóveda donde solía estar. Estaban preparando un equipo de extracción para rescatarle. ―Has causado algo de caos allá abajo. Y dudo que me hayas traído aquí solo para decirme que voy a morir fuera de mi mundo sin tan siquiera ver a mis colegas, ¿no es así?

―Es solo parte de un ejercicio. Vives a voluntad de gente como yo, que recrean la realidad distópica de su preferencia y añaden el drama que haga falta para que quienes lo experimenten, se interesen en lo que hacemos. Pero no por ello es menos real para ti. Vívelo como si lo fuera, y todo estará bien.

Era una revelación impactante para Dunwich, pero por alguna razón, se sentía más como la confirmación de una sospecha que un giro de tuerca en su filosofía. Ya preparándose para su descenso, solo atinó a replicar: ―Una última cosa. ¿Cuál es tu nombre?

La entidad le dijo su nombre, el cual no era muy diferente al nombre que podría tener alguno de sus colegas, solo que no tenía una ciudad británica como apellido. ―Pero no vas a recordarlo. Sin embargo, me llamarás como la primera deidad que venga a tu mente una vez regreses al mundo que es real para ti.

―Ya lo veremos ―dijo Dunwich, con una sonrisa. Luego de despedirse, volvió a experimentar una intertextualidad de sensaciones, donde el aroma magenta a astillas de madera tocaba un acorde de ensueño entre la acidez del paisaje. Volvía a la bóveda de experimentación, una disonancia de alarmas accionadas en patrones polirrítmicos, mientras la vista nublada daba paso a la composición de colores de la realidad. Vio a Hroðgar, envuelto en llamas, pero actuando como si nada. El rostro familiar de Dowell fue a comprobar su estado.

―¿Estás bien, Richard? ―decía a la distancia, mientras Dunwich se levantaba del suelo, recobrando el pensamiento. Solo podía recordar cosas puntuales de su experiencia, las melodías reverberadas, los cuervos en el cielo, y los pasos que escribían historias de lo inexistente.

―He visto al hijo de las nueve doncellas, a Heimdall sobre el Bifröst ―fue lo primero que exclamó. ―El Ragnarök no ha comenzado aún.

Dowell le miró confuso mientras le acompañaba a la salida para ser enviado a enfermería. Hroðgar se deshacía en una mueca, mientras el equipo de extracción inspeccionaba los alrededores. Se escuchaba un suspiro de alivio desde el intercomunicador.

―Me alegra saber que esté bien, casi pensé que le perderíamos ―decía Mondragón desde su estancia.

―Pues sí ―respondió Von Braun. ―Aunque desearía solicitar permiso para más experimentación con dosis reducidas para sujetos con capacidades mundanas. Estoy seguro que no hay que ser mago, solo hay que saber cuánto aplicar.

―Yo paso ―dijo Mondragón, mientras cotejaba los análisis neurales. ―Pero puedes contarme como te fue cuando lo hagas, si es que el Mando te concede el permiso, claro ―replicó tras una risa sardónica.

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License