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Se sentía como si la niebla no se fuera a acabar nunca.
Se extendía a lo largo del continente, aburrida y ordinaria. Era parte de un ritmo de vida que la gente asumía que seguiría para siempre, incluso mientras recogían las piezas de su mundo destrozado. En un pueblo de Suecia, la gente salía a por la ropa seca, sintiendo una especie agradable de escalofrío invernal mientras caminaban de vuelta a sus casas. Unas finas luces se extendían desde los pueblos costeros, difuminándose y mezclándose con el gris de más allá.
Se extendía sobre el océano, con campanas repicando a través del aire, apagadas y distantes. Pequeños barco surcaban los mares, temiendo el frío de abajo. Era una vida que se pasaba residiendo en sombras de gris, esperando que algo sólido apareciera en el horizonte.
Al sur, más allá de los bosques y los pueblos en repoblación, había una ciudad. Era una ciudad rota, en una especie de estasis donde no podía volver a ser arreglada. Pero aún tenía farolas, demacradas casas adosadas, y hogueras en las calles vacías. Había un orden, en cierta manera, ya que la milicia de cuatro naciones se juntaba para disputar los restos.
En este momento, en esta hora y lugar, sus ciudadanos miraron al cielo en busca de su salvación. Los Soviéticos estaban disparando propaganda a lo largo de las tres zonas, y habían intentado un putsch en el Oeste sólo unas pocas semanas antes. Los edificios estaban medio colapsados en sus propios escombros. Era una ciudad que sobrevivía en hilos y cables.
Stalin estaba matando de hambre a media ciudad para poner presión sobre el Oeste. Y los americanos eran demasiado tercos como para ceder, así que estaban manejando el asedio con aviones, aviones pequeños, con motores desvencijados que podían viajar cientos de millas por el aire pero no aterrizar en una simple niebla de invierno. En sus hogares y bloques departamentales, en las ruinas de casas y mausoleos, los berlineses escuchaban el zumbido de los motores mientras daban vueltas sobre ellos, una y otra vez, buscando una manera de entrar.
En otra parte de la ciudad, en un pequeño charco de luz, un hombre estaba sentado en una banca.
Vestía un abrigo largo y negro, pero poseía muy pocos otros rasgos descriptibles. La impresión con la que te dejaba era la de alguien sombrío y sin afeitarse, incluso a pesar de que no podrías decir el por qué. Una lámpara brillaba sobre él. Nadie lo notaba cuando caminaban por enfrente de él.
Intentar ver no tenía sentido, pero aún podía oír a través de la niebla. Habían dos personas cerca de él sobre las que estaba interesado. Estaba escuchando a una justo ahora: Un soldado americano, fuera de servicio, riéndose con sus amigos y platicando con una chica. Intentaba platicar con un montón de chicas. Sin embargo, hoy él estaba más interesado en tener diversión, en la camaradería, en los negocios de la amistad. Era maravillosamente vacuo.
El otro era, prácticamente, una irrelevancia. Estaba siguiendo al hombre del abrigo largo, y lo estaba haciendo mal. Este estaba nervioso y agitado, haciendo todos sus esfuerzos para parecer subrepticio y, al hacerlo, fracasaba por completo. Tenía tantos complejo que parecía que no tenía ninguno, tanto ruido que no eras capaz de oír nada más.
Este sería fácil de despachar. El hombre del abrigo larga tenía una trampa que haría saltar directamente. Sin embargo, primero necesitaría un poco de tiempo para escuchar. La conversación del americano estaba llena de béisbol, la Gran Manzana, Minnesota en la primavera. Eran cosas útiles, muy útiles. El hombre del abrigo largo quería saberlo todo acerca de él, escuchando mientras garabateaba y garabateaba en su pequeña libreta. El lomo estaba empezando a romperse.
Horas después, la irrelevancia entró a una habitación poco iluminada.
El apartamento no estaba sin adornos; eso habría sido demasiado obvio. En su lugar, era agradable e idiosincrático. Una foto de una pareja sonriente. Una alfombra de Uzbek, comprada en Belgrado, ahora descolorándose ligeramente. Algunas novelas deliciosas apiladas con cuidado cerca de una ventana.
Hans olfateó y se sacudió el pelo. Pasó un dedo enguantado por la parte superior del armario. No estaba especialmente polvoso. Alguien había estado aquí recientemente.
Era cuidadoso. Nada de huellas dactilares. Abrió las puertas y los cajones en silencio, naturalmente. Se enorgulleció de su precisión. Le gustaba el proceso de algo, el orden y los patrones cuidadosos que hacían cumplir una tarea. Necesitaba ese tipo de estabilidad; después de las cosas que había visto, le ayudaba a enfocarse.
Ya tenía veintisiete. Su historia no tenía nada destacable. Había sido un recluta de Ostfront, y como todos los reclutas de Ostfront, había visto cosas que no había querido. Él declararía que nunca había participado en ello, que él mismo nunca había hecho nada como eso. Él sólo había estado ahí.
Hans podía, con dificultada, preservar en su cabeza una narrativa sobre su vida. Había sufrido, había prevalecido, había atestiguado. Sí, eso era, él era un testigo; no uno de ellos. Y ahora, habiendo pasado algún tiempo viendo las profundidades a las que los hombres se podían hundir, el Pelearía por lo Correcto, por una nueva Alemania democrática, por un final a la doctrina inhumana del comunismo y alguna medida de, bueno, algo.
Se detuvo. Un crujido en la escalera. Se congeló. El sonido de una pareja riendo. Se relajó. El hombre del abrigo largo se había ido en un tren a Potsdam esta misma mañana. Estaba bien. Se limpió su cabeza sudorosa con un guante, y abrió otro cajón.
¡Ahí! ¡Su libreta negra! Hans sonrió ampliamente, cogiéndola. ¡El idiota la había dejado atrás! Había sido, por fin, capaz de confirmar sus sospechas. El hombre siempre estaba cerca de ese grupo de americanos, siempre escribiendo notas en su pequeño diario. Lo abrió con avaricia. Debería haber evidencia aquí, algo de importancia…
El libro estaba lleno de dibujos de Hans.
Bocetos detallados y cuidadosos. Dibujos de Hans en su uniforme de Wehrmacht. Dibujos de Hans en el traje que vistió el día de su boda, agachándose en el jardín antes de ser llamado, de pie y sombrío en el funeral de su esposa. Dibujos de Hans en el abrigo sucio con el que seguía al hombre.
Dibujos de Hans en la nieve, con algo indistinguible detrás de él.
Hans dejó caer la libreta. Titubeó. Se acercó a la puerta y huyó.
Nadie le vio salir.
El hombre que no estaba allí lo miraba detrás de sus binoculares. Una visita rápida a la casa de Hans mientras hacía sus compras le había dado las fotografías adecuadas para copiar. Le había sido necesario darle la rienda al alemán, perturbar su sentido de paz.
Se sentía un poco culpable. ¿Eso era romper las reglas? Bueno, no lo podría haber sido, o él no hubiera sido capaz de hacerlo. Ninguna interferencia directa en los eventos. Era su libreta personal, dejada como una trampa para alguien que le había estado siguiendo personalmente. Con suerte ese era el último obstáculo en esta ocasión.
Nadie cerró los binoculares y se inclinó hacia atrás. Todo estaba saliendo a la perfección. Admiró el polvo que flotaba entre los rayos de sol. Contempló la delgada luz que se filtraba a través de la niebla.
El chico americano tenía 24, tal vez 25. Vagaba por la ciudad como una vacuidad sonriente, siendo perfectamente agradable, perfectamente nada. Coqueteaba y sonreía y fumaba, un toro tonto tratando de seducir una tienda de porcelana. Él tenía un cierto encanto yanqui, pero ultimadamente era sólo otra más en una multitud.
Él había sabido por mucho tiempo que Europa se había terminado. El nexo de poder se estaba alterando, y un cambio era necesario. Estaba casi tranquilo con eso. Era inevitable. No quería pensar sobre lo que él sería después, por supuesto, pero eso palidecía en comparación con lo que se tenía qué hacer. La imagen de un hombre de traje gris, paseando por una fachada neoclásica en Main Street. Tenía un cierto sentido, un cierto peso.
Nadie no era muy dado a la contemplación. Nunca lo había sido. Las armas de Flanders se lo habían sacado a la fuerza. La única cosa que le daba placer era la tarea actual, la que nunca se detenía, nunca cesaba. El eterno motor pulsante que le empujaba. Tenía un trabajo que hacer. ¿Qué más había?
Ahora, los bares, los bares eran útiles. Era un viejo turismo que es más fácil de ver en un lugar desierto que en uno concurrido. Nadie los disfrutaba mucho, especialmente ya que al chico también le gustaba frecuentarlos.
Aún no estaba del todo seguro, por supuesto. Nadie no quería a un tonto. Él necesitaba a alguien inteligente, sólo que no… introspectivo. Necesitaba habilidades de observación, de tacto, una capacidad para la astucia y la intriga. Sólo no a cualquiera a quien se pudiera hacer dudar. Había un nuevo tipo de paz en el aire, una llena de muerte y maquinaria, y la última cosa que se necesitaría era a alguien que viera el mundo en sombras de gris.
Era una habitación oscura y abarrotada. El aire era denso con el humo de los cigarrillos, el cual se arremolinaba en las paredes. Sin embargo, era más claro que afuera; entrar hacía que se sintiera como si el clima cambiara. La electricidad vacilaba y era inestable, así que habían colgado lámparas del techo. Soldados americanos platicaban con chicas alemanas en las esquinas sombrías, mientras que las parejas jóvenes bailaban por la pista, libres y felices de estar vivas. Era el tipo de lugar agrandado por su naturaleza estrecha, donde cada rincón y cavidad era como otra habitación ennegrecida.
Las personas necesitaban estos lugares. Necesitaban cientos de escapes, miles de caminos a través del laberinto, cualquier cosa para mantenerse lejos del frío y los escombros y el culo de una pistola. El mundo estaba roto y ya no quedaban más historias. Así que se emborrachaban en edificios de madera con whisky del mercado negro, escuchando el rugido del avión pasando sobre ellos.
Y los americanos servían al mismo propósito. ¡Glamour! ¡Poder! El ejército conquistado con cigarros y destellos, un futuro regresando para salvarlos. No importaba qué hacían en la oscuridad, no importaban las miradas que algunos hombres les daban. Para algunos de los jóvenes inconformes, su piel parecía brillar con la luminiscencia de un futuro sencillo y comprensible.
Nadie estaba sentado en su mesa, mirando al soldado americano. El chico no se había percatado de su presencia, pero había visto… algo. Más de lo que los otros habían visto. Eso era exactamente lo que se requería. La mandíbula de lámpara se balanceó en una sonrisa, con dientes blancos destellando. La flor de la juventud.
Y así, Nadie no vio al hombre de blanco hasta que ya se estaba sentando.
Para darle crédito, no hizo ningún movimiento. Se quedó sentado, rígido, mientras el hombre sonreía y sacaba un paquete de cigarrillos.
—¿Tienes un cerillo?
Nadie asintió, y sacó una caja pequeña. Encendió los de ambos y se recargó en el respaldo de su asiento, todavía tenso. El hombre de blanco lo contempló por un largo momento, dejando que el humo se arremolinara alrededor de su rostro.
—¿Abrigo nuevo?
—Viejo. De España.
El hombre de blanco rio.
—¿España? ¿En serio? Supuse que era de Japón. Podrías haber hecho un mucho mejor trabajo allá.
—Fue el calentamiento. ¿Has visto lo que pasó en Guernica?
El hombre asintió.
—Y ahora estás aquí. Un poco tarde para la cosecha, ¿no lo crees?
Nadie suspiró, y tomó una profunda calada. Una mujer se estaba tomando una cerveza mientras los militares la animaban. Terminó y echó la cabeza hacia atrás, riendo.
—Hay cosas más importantes que una única vida.
Otra sonrisa.
—¿Quieres decir que todavía no te arrepientes? No, supongo que no. Sólo eres un Nadie, después de todo. No te mereces otro nombre. Incluso los que te ven en las grietas piensan que eres un conducto para algo más, un recipientes de un propósito mayor. No saben cuan patética es tu raza.
—¿Los dejarías morir a todos? —Nadie se quedó mirando el vaso de whisky—. Les doy una decisión libre. Ellos quieren venir a mi.
—Ellos no saben lo que significa. —El hombre puso una pequeña sonrisa de burla. Nadie se percató de que no había envejecido; las mismas mejillas gomosas, la misma gordura autocomplaciente que había llevado por años—. Pero tampoco tú. Es sólo cuando has terminado tu tarea cuando te das cuenta. Cuando no eres nadie ni alguien. Atorado en el medio. ¿Le darás las gracias a él o a mí?
Nadie miró hacia arriba. El americano se había ido.
—No se te dan bien las conversaciones cortas, ¿verdad?
—Tampoco a ti. Ahora escucha con atención. Te he estado siguiendo por días, con esos pequeños dramas de aficionado que has estado jugando. Está claro que el espía no es tu marca, así que debe serlo el americano. Bueno, debiste haber tenido tu diversión torturando al pobre de Hans, pero el soldado no es tuyo. No vas a convertirlo en tu sucesor. Él está bajo mi protección, y si lo intentas tomar, te detendré, y te mataré.
El hombre se levantó.
—Te estaré viendo, viejo amigo. Intenta no romper nada más.
Y entonces se había ido, y era horas más tarde, y Nadie estaba completamente solo mientras el bar cerraba. El barman estaba consciente de que una lámpara seguía encendida, era consciente de que había una figura detrás de ella, pero de alguna manera no le parecía algo de lo que preocuparse. Así que nadie estaba sentado, en el mismo lugar, sosteniendo su vaso. El humo se esta disipando rápido, y las cosas se estaban enfocando.
Él, o el americano, tenía que estar en Moscú dentro de un semana. No podía permitirse esto. Era una distracción, y una crucial, exactamente en el momento equivocado. Había mucho por hacer, y estaba muy cansado. El hombre de blanco no entendía lo que significaba. El tipo aburrido y sonriente era el mismo que había sido en las trincheras, arrogante, de habla hábil y descuidado. Ser Nadie, tomar esa identidad, era una necesidad. Escasamente importaba en lo que te convertirías después.
Examinó su vaso de whisky. La luz se refractaba desde él en muchos patrones, todos jugando alrededor de cada uno. El rojo y blanco del mantel se esparcía a través de miles de sombras, una fuga amarga que danzaba en la luz de lámparas extrañas.
Un gruñido retorció su cara mientras lo tiraba al piso. Pagó su cuenta y se fue.
La habitación de Hans estaba deteriorada y llena de telarañas. Una colección de novelas de romance estaba regada a lo largo del suelo. Casi eran una adicción para él. Una foto de una mujer, descolorida y vieja, estaba de pie en su tocador.
Ahora tenía veintisiete. Su historia no tenía nada que destacar. Había sido un recluta de Ostfront, y como todos los reclutas de Ostfront, había visto cosas que no había querido, pero no, eso no estaba bien, ¿o sí? Él no había sido reclutado. Él se había unido. Había sido por la comida, por supuesto, por el pan y por algo que lo mantuviera vivo, pero eso no hacía que estuviera bien.
Y las cosas que había visto, en Bielorrusia, el el bosque…
Hans sacudió su cabeza. Él no les había disparado. No había sido su dedo el del gatillo. Y él nunca olvidaría la vista de sus caras, sus caras en la nieve. Nunca olvidaría. Se aferraba a ello como un bote salvavidas, o un ancla.
Se sentó, y miró por la ventana. Un avión podía ser visto en la distancia, con pequeñas luces parpadeando a través de la niebla. La línea de vida era muy tenue. Muchos pasaban hambre. Muchos iban al otro lado de la línea, hacia el Este, donde darían comida gratuita. Él no los odiaba, eso era lo chistoso, incluso a pesar de que le habían enseñado a hacerlo. A pesar de que debería hacerlo, lo sabía, muy profundo en su interior.
Llamaron a la puerta. Hans saltó, desesperado y agitado. Agarró la primera coa que tenía a mano,, la fotografía enmarcada, y la sostuvo en el aire.
—Váyase —dijo—. Hoy no. Ya he pagado mi renta.
—No estoy aquí por la renta, Hans. Creo que me estabas buscando.
La sangre de Hans se congeló. Dejo caer la fotografía, y apoyó en su cama, mirando la puerta fijamente.
—No. No, yo… lo siento, yo…
El pomo de la puerta giró. Hans se estremeció. Se había olvidado de echarle llave. La puerta se abrió y el hombre del abrigo largo estaba allí, con la cabeza inclinada, examinando su cantera.
—Los dibujos fueron un truco barato. Lo siento. ¿Es eso lo que quieres oír? No soy un espía ruso, o un nazi, o cualquiera. Necesitaba asustarte y ahora necesito tu ayuda. Nadie más me ha visto en meses, o no te la estaría pidiendo.
Hans se relajó, ligeramente.
—¿Qué?
—No soy un espía, Hans. Honestamente. —Extendió un mano e intentó sonreír—. Mi nombre es Nadie, y puedo ayudar.
—¿Quien eres? ¿Qué eres?
—Estoy aquí para asegurarme… bueno, para asegurarme de que todo vaya como debe. No puedo decirte nada más que eso. Lo que puedo decirte es que, en 1943, tu batallón asesinó un pueblo entero, y tú eres el único que no participó en ello. Tú, en el momento de elegir entre la vida y la muerte, elegiste la vida. Yo también elegí la vida, y estoy aquí para ayudar, Hans.
Hans se le quedó mirando.
—¿Cómo…?
—Porque soy el hombre de todas las respuestas. —La cara de Nadie se iluminó con una sonrisa, o una mueca—. Tengo un propósito más grande de lo que tú, o tus americanos, o los rusos pueden entender. El mundo entero está girando al filo de la navaja, y no se le debe permitir resbalarse. Tú quieres un nuevo propósito, uno libre de soviéticos y soldados y profesiones. Quieres ser el tipo bueno. Así que ven conmigo.
Hans se le quedó mirando un poco más, con su boca abierta. Entonces sacudió su cabeza, lentamente.
—No entiendo, no…
Nadie maldijo en su interior.
—Entonces lo explicaré.
Y lo hizo. Continuó tal como empezó, lleno de mentiras, trucos y omisiones de la verdad. Se había apropiado de la historia que Hans le había contado a sus superiores y la había usado con su culpa y orgullo. Había añadido momentos entusiastas, pequeños discursos que cubrían al mundo de blanco y negro, un poco de adulación para las creencias de Hans y su necesidad de redención. Este tipo de cosas lo enfermaban, pero hacía mucho tiempo que había dejado de importarle.
Cuando terminó, Hans le creyó por completo. Había un propósito cósmico, una antorcha y deber que debían ser llevado a cabo, y él, Hans, era el especial. Él necesitaba ayudar a Nadie. Él tenía que ayudar a Nadie. Facilitaría la transferencia de ese nombre hacia la siguiente generación, y mantendría la libertad viva por siempre.
—¿Pero por qué yo? —Hans preguntó—. ¿Por qué yo…?
—Porque tú me viste cuando ningún otro pudo. Eres especial Hans. Puedes ver donde nadie más puede hacerlo. Proyectas una luz en la oscuridad.
Era una línea estúpida, pero al final Hans era una persona estúpida. Sólo había sido capaz de ver a Nadie porque era un desastre paranoico y nerviosos, y mientras que había suficientes de esos adondequiera que iba, Hans simplemente estuvo en el lugar correcto en el momento adecuado. Nadie lo había elegido porque necesitaba a alguien, o de otra manera estaría rompiendo las reglas.
Esperó, paciente, mientras Hans tecleaba un código para su cuidador, mientras corría a dos oficinas de telégrafos y volvía, mientras encendía una luz desde su ventana. Cosas estúpidas y de aficionados, pero dio resultado.
—Se fue del pueblo —el espía dijo sin aliento—. Se fue a una iglesia, arriba en los bosques al oeste de Potsdam. Algo acerca de una peregrinación.
Eso era algo que Nadie no se esperaba. ¿Por qué? ¿Por qué ir a una iglesia en el medio de la nada? Era algo interno, algo complejo. Empezó a pensar, muy duro y muy rápido.
Eventualmente, le sonrió a Hans, cálido y alentador.
—Entonces vamos. No hay un momento qué perder.

Podría haber sido funcionalmente invisible, pero su auto no lo era. Era elegante y con estilo, el tipo de auto que era bienvenido en lugares donde otros no. Aceleró ante la noche de Berlín, cambiando y girando por las carreteras rurales.
El bosque era de pinos, y sofocaba el cielo. Una delgada luna se abría paso, un fino tajo en la carretera de adelante. La niebla de había ido ahora. Estrellas frías brillaban por encima ocasionalmente.
—Aún no entiendo por qué estamos haciendo esto.
—Porque el hombre de blanco no se lo espera. Él piensa que se ha deshecho de mí, como lo hizo en nuestro último encuentro. Que iré a lo seguro y que me reorganizaré, y que iré hacia el problema desde un nuevo ángulo. Lo que él no se espera es que yo te reclute, localice al chico esta noche, te use para secuestrarlo y entonces, en la comodidad de una habitación cerrada, le persuada. Nunca se le ocurriría.
Hans se le quedó mirando por un rato.
—Y tú no puedes…
—No, porque yo no puedo interferir con el mundo real. No realmente, de todos modos. Las cosas que tienen que ver conmigo, como ser observado, o cosas que sólo me afectan a mí, seguro. Defensa personal, por ejemplo. Cosas pequeñas y discretas. Pero no puedo secuestrar a alguien, o asesinar a alguien, o conducir trescientas millas con un propósito tan específico. Ahí es donde entras tú. ¿Te gusta el auto?
Hans se encogió de hombros.
—Nunca me fijo en los autos.
Continuaron en silencio. Los árboles pasaban disparados. Nadie más estaba en la carretera esa noche. Nadie pensaba en la música, y construía una maquinaria en su cabeza. Una maquinaria de tiempo y evolución. Un desarrollo desenvolviéndose con el pasar de las décadas. Una elegía de perfecto aplomo, de contrapunto, de…
—Es la Iglesia de Santa Helena.
Nadie parpadeó.
—¿Qué?
Hans no pareció percatarse de su pregunta.
—La iglesia, a la que se dirige. Santa Helena. Ella fue la madre de Constantino. Recuperó una de las piezas de la Vera Cruz.
Nadie se volteó y miró a su compañero. Nunca se había percatado realmente de sus características. Pelo ralo, cubierto de sudor. Una cara demasiado redonda, con un mentón pequeño. Mejillas que antes eran alegres y ahora sobresalían, frágiles y demacradas.
—Una vez fui ahí. —El espía estaba mareado—. Mis amigos y yo estábamos en una… en una excursión escolar, creo. A principios de los 30's, justo cuando todo estaba empezando. Pasamos un buen rato, supongo. Pero me perdí y terminé en el bosque. Me estuvieron buscando por horas.
Hans estaba parpadeando fuertemente. Se lamió los labios y se ajustó los lentes.
—Y caminé por el bosque, y era muy silencioso. Pero era un tipo de silencio complejo, ¿sabes? No es que no hubiera nada allí, era más como… más como que todo estaba funcionando tan bien que nada necesitaba hacer ruido. Subí la colina, con frío, solo, y había una pequeña iglesia ahí. Una pequeña cruz de metal en la parte de arriba.
El auto estaba subiendo una colina, también, pero Nadie no pensó que pudiese ser la misma. Los árboles se estaban adelgazando aquí, y tablones de metal se alineaban en los bordes del camino. Este no era un lugar romántico.
—Entré a la iglesia, y había una luz ahí. Un pastor antiguo. Estaba celebrando un servicio, y no había nadie allí. No pareció darse cuenta. Así que fui y me senté mientras él seguía con sus cosas. Él me vio entonces, pero continuó. Llegamos a la comunión, y me arrodillé ante el altar, y él… él estaba llorando. No sé por qué. El servicio terminó y él se fue a través de una puerta hacia la parte trasera, y entonces…
Hans se detuvo, y frenó el auto.
—No importa. Llegamos.
La iglesia era de madera. Parecía que no había sido utilizada en años, pero una luz parpadeante provenía del interior. Hans se sintió nervioso. Era tan diferente ahora, con el pasar de tanto años sobre de ella, sobre él. Había estado perdido en ese entonces, y no había nada de nieve.
Nadie le hizo un gesto para que entrara primero. Hans lo hizo. Una fila de velas iluminaba el ábside, y había un hombre ahí, rezando. Estaba vistiendo un uniforme militar. No miró hacia arriba. Estaba arrodillado en el altar, con su cabello cortado casi a ras.
Hans se desplazó hacia adelante, sacando su revolver. Lo sostuvo del barril. Un golpe corto y rápido le ahorraría un infierno de problemas. Las bancas parecían amontonarse sobre de él, pregonando su cintura y sus piernas, pero Hans estaba muy enfocado en la tarea actual como para dejar que le molestase.
Pero tal vez no tenía que pensar así. Tal vez podría ser un héroe. Tal vez podría redimirse, después de todo. Tal vez no necesitaba mentir sobre…
El hombre en el altar se deslizó hacia un lado, cayendo al suelo. Hans corrió hacia él, y vio los ojos fijos y amplios, la herida de bala en el pecho. Miró a su alrededor, y el hombre de blanco se alzó de atrás de una banca, sosteniendo un rifle de caza.
Hans se congeló. Levantó sus manos lentamente. La sonrisa del hombre de blanco era triste, casi melancólica.
—Sabes, Hans, realmente me decepciona cuando la gente cae en sus líneas. La vieja rutina del héroe, ¿verdad? En el tiempo que le he conocido, ha manipulado a cientos de personas para que hicieran cosas como esta. No es tan malo como su predecesor, en muchas maneras, pero el resultado final sigue dominando sus pensamientos.
Hans se lamió los labios. No podía ver a Nadie, pero esta era una iglesia estrecha y sombría. Todo tipo de escondites. ¿Podría distraer al hombre? ¿Razonar con él? Sólo necesitaba un momento, cualquier momento, para agarrar el mando del revolver y disparar.
—Él no ve lo que tú y yo vemos, Hans. Escuché que fuiste el único hombre de tu unidad que no asesinó civiles. Puedes ver la vida, Hans. Puedes ver lugares como este y no solo ver madera y fuego, sino un lugar donde las vidas de los hombres se desarrollan, donde la identidad se forja y se hace. No quería matar al chico, pero no tuve elección. Nadie no se detiene, verás. Tarde o temprano, lo habría cogido.
—Suena como una buena excusa. —Sólo agítalo, de alguna manera, agítalo…
—¿Oh? ¿Y cuál es la tuya? —Salió como un siseo, y el hombre empuñó más fuerte el rifle—. ¿Cuál es la tuya? ¿Alguna vez mataste? ¿No has conocido la guerra? Yo hago lo que tiene que hacerse. La muerte es mejor que ser un nadi…
Hans le lanzó el revolver a la cara del hombre y corrió, dirigiéndose a la puerta lateral Recordaba al pastor, caminando lentamente, casi de manera reverente, hacia la puerta, con su vieja cabeza inclinada. Pero Hans saltó, agarrando el pomo de la puerta…
El disparo sonó a través de la noche. Hans se desplomó en el suelo, inerte e inútil. Su cabeza estaba por toda la pared.
El hombre suspiró, y cerró los ojos de Hans. Odiaba esto. Quería que se acabara. Eso era lo importante. Era como… como un ancla, manteniéndolo seguro. Nadie quería que continuara, y él quería que se acabara. No eran iguales en absoluto.
Caminó gentilmente hacia adelante y levantó el revolver. Extraño. Sólo tenía una bala, y no estaba cargada.
Aún estaba mirándolo cuando la viga de madera se estrelló contra su cabeza.
Oscuridad. No, no del todo. Luz de luna. El sonido de una pala cavando.
El hombre de blanco gruñó e intentó sentarse. Sus manos y pies estaban bien ajustados. Miró a su alrededor, temeroso, y no vio nada más que árboles. Maldijo en voz baja.
El sonido de la pala continuó. Casi era relajante. ¿Quién le había golpeado? ¿Dónde…? No, no, él no quería responder eso ahora. Miró la luna. Tantos cráteres.
El sonido se detuvo. Una figura se acercó y le miró. Sonrió.
—Es divertido, ¿no es así? Lo que puedes justificar como defensa personal.
El hombre de blanco le escupió.
—Jódete.
Nadie se rio, una mueca rasposa y asfixiante.
—Todo fue tan perfectamente, sabes. Pensaste que me tenderías una trampa. Tienes mucho por aprender. Eres peor de lo que era Hans.
—Yo… te detuve…
—Una vez que oí que él había viajado milla tras milla en un país que no conocía, todo para encontrar una iglesia en decadencia en el medio del bosque. ¿Qué tipo de persona es esa? No una adecuada para mis propósitos. Encontraré otra. Siempre hay más. Sabía que intentarías algo estúpido, pero no esperé un desastre tan perfecto como este.
Nadie sacó un paquete de cigarrillos. Sólo quedaban unos pocos. Tendría que conseguir más antes de Moscú. No eran los mismos que los de Rusia. Miró cómo el hombre de blanco trataba de sentarse y fallaba.
—Maté a Hans. Perdiste a tu pequeño ayudante.
—¿Y? Encontraré a otro. Sabes qué era él, ¿verdad? ¿Lo que hizo? Asesinó una docena de aldeanos con su unidad en Bielorrusia. Convenció a sus encargados, y a sí mismo, de que había sido un espectador. Tuvo algún tipo de quiebre mental durante la desnazificación. La culpa lo cogió. No derramaré ninguna lágrima. Encontrar tu paz sobre los cuerpos de los muertos es una forma infernal de vivir.
El hombre de blanco gimió, y miró por encima. Había una tumba ahí, profunda y densa. Estaba empezando a nevar.
Nadie encendió un cigarrillo.
—Esa es la cosa. Ustedes, todos ustedes son iguales. Todos ustedes invierten sus pequeñas narrativas, reescribiendo sus vidas para que puedan dormir por la noche. Haz intentado detenerme muchas veces, paseando con tu auto-justificación de una moral barata. Intentas volverte una persona real. Pero no lo eres. No eres nada. Una colección de nervios y polvo que piensa de sí misma como si fuera más grande que el resto de nosotros. No sabes nada de lo que es prestar servicio.
Empezó a arrastrar al hombre de blanco hacia la tumba.
—Esto no te mantendrá fuera por mucho, por supuesto, incluso después de que te dispare en las rótulas. Sé que no es tan fácil. Pero espero que este tiempo en la tierra junto a Hans te mantenga fuera de mi caso por un rato. Será un largo tiempo antes de que puedas volverme a localizar, viejo amigo.
El hombre se agitó y maldijo. Su traje estaba sucio.
—¡Los estás asesinando! ¡Te lo llevas todo! Ya verás. Nadie seguirá adelante, y tú serás lo que quede, y ni siquiera tendrás un nombre…
—No me importa. Lo he mantenido todo en orden. Todo funcionando. ¿Sabes cómo serían las cosas si no fuera por Nadie?
Tiró al hombre dentro de la tumba. Debajo de él, Hans ya estaba empezando a oler.
—¿Sabes que la pequeña rata me contó una historia de camino hacia aquí? Él visitó esa misma iglesia una vez, hace años. Había un pastor ahí. Era una historia muy específica, el tipo de cosa que recitas años después e imaginas que es profunda. Él ´parecía ganar significado de ella. Lo marcaba como una persona. Y entonces asesinó a doce personas a sangre fría. ¿Crees que me quiero aferrar a una… una identidad? Yo renuncié a eso en las trincheras. Lo que importa es la tarea a la mano, no la mano misma.
Dos disparos, entonces gritos. Entonces el sonido se volvió cada vez más distante, y sólo la pala permaneció. En algún punto, un hombre en un abrigo largo pudo ser visto caminando a través de un bosque. Entonces fue de día, entonces de noche, entonces el rugido de los aviones. Entonces el clima volvió a cambiar.
Se sentía como si la niebla no se fuera a acabar nunca.