Baile de Máscaras
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A menudo se dice que el amor puede con todo. El exterior no son sino imágenes vacías. Obras de arte apreciables para los ojos más sibaritas. Recipientes irrelevantes ocultando lo que pocos quieren ver. Un alma, moldeada a gusto y placer por un pasado, y estafada por sueños irrelevantes. Nadie entiende estas almas. Nadie las quiere llevar a sus espaldas. Nos conformamos con admirar las preciosas máscaras tras las que se ocultan. Y no hay que culparse por ello. El amor es una abeja que poliniza flor tras flor, y el néctar de las fragantes flores puede llegar a ser hastiado e inmundo. No nos gusta beber el mismo vino por años, ni ver el mismo cuadro tampoco. Y, aquí, nos apiadamos de la humanidad por tan embustero placer pasajero.


Fuera entonces mi ocasión en una cálida noche de verano. Algo envidiablemente olvidable como sería, en palabras de Ángel, "unas copas en el bar de confianza". El romance será tedioso, pero su ausencia lo es sino más. En un estado de depresión perpetua se busca exasperadamente una fuente de olvido sencilla. Pero aun así, habiendo abandonado mi pesada memoria en el mugriento rincón de la taberna, lo que no olvidaría jamás es aquella figura angelical danzando al son de una música rítmica, pero inaudible durante tan magnífico espectáculo. Permitiendo volar su vestido rojo de cola, lo único que impedía apartar la vista de sus hipnóticos movimientos era su seráfico gesto, digno de los dioses. Alzaba su vista exhibiendo sus divinos ojos del más puro añil existente, siendo cubiertos ocasionalmente por un ondulado río bruno que alcanzaba más allá de donde podían ver sus hombros. Siempre pasando por el inevitable farol blanquísimo que suponía su sonrisa.

Y mi acompañante, Ángel, me observaba contemplar su resplandor, y se mofaba entre carcajadas.

-Como una polilla, no eres capaz de apartarte de su luz, ¿eh?- comentó.

-Hacía tiempo que no veía algo así. ¿Qué hará alguien de su calibre en un lugar tan mísero como este?- respondí.

-No lo sé. ¿Por qué no vas a preguntárselo?

Sería por aquel comentario. Sería por mi inconsciencia en aquel momento por la bebida. Pero fui capaz de armarme de valor y aproximarme a aquella hermosa damisela.

-Laura- aclaró sin previo aviso.

-Encantado. Yo soy…

-No te he preguntado. ¿Bailas?

-Eh… Nunca ha sido lo mío eso del baile- contesté ligeramente sorprendido.

-¡Qué decepción! Bueno, ya aprenderás. Tendrás tiempo de ello- murmuró.- Tal vez aquí no, pero a lo mejor en mi casa las cosas cambian, ¿no crees?

-Sí… Por supuesto

-¿Ese de ahí es tu amigo? Dile que se apunte también. Le tengo preparada una pequeña sorpresa.

Habiendo escuchado la proposición, Ángel y un servidor permanecimos perplejos, mirándonos mutuamente con sorpresa. Al cabo de un tiempo resultante eterno para ambos, él asintió y yo imité su gesto sin percatarme. Algo en mis adentros sabía que llegaría a arrepentirme de esa decisión, pero a partir de ese momento era como si mi cuerpo actuara por su cuenta.

De camino al vehículo que nos conduciría a su hogar, Ángel susurró:

-Las prefiero rubias de ojos marrones y con algo más de curvas pero algo es algo. Me debes una muy grande por hacerte este favor, que conste.

Aquel era un espacioso carruaje rojo con pequeñas ilustraciones de flores elaboradas con pan de oro. Era además impulsado por dos gráciles corceles blancos. Fue un largo recorrido, al final del cual colosal mansión aguardaba. En su entrada, un jardín que abarcaba hasta donde la vista alcanza, haciendo exhibición de cuantos tipos de flores creyese conocer, coloreando el triste beige de la mansión de púrpura con sus hortensias y orquídeas, dorado con sus lirios, blanco con margaritas y narcisos y de cuantiosos otros colores con tulipanes y claveles. Bajo la tenue luz de los farolillos, eran sino más resplandecientes aquella noche de lo que lo hubieran sido bañadas por la luz del sol.

Conforme atravesábamos tan memorable edén, uno se percataba del fragor del interior de la mansión. Paulatinamente nuestras sucias mentes comenzaban a darle un enfoque diferente al asunto.

Pero jamás hubiéramos adivinado la celebración de su interior. Centenares de figuras ocupando los inmensos salones. Almas danzantes, siempre en pareja, ocultando sus rostros al completo por máscaras dignas de museos. Y una fina neblina se alzaba a sus pies, recordando estar danzando sobre las nubes. Las simples vidas mortales se ven diferentes en el firmamento, sustituyendo a las estrellas más radiantes. Recuerdo que un reloj de pared de manillas de argente marcaría ya las 11:59.

¿Y quién lo diría? Entre tanto tumulto es bastante sencillo perder a tu estrella polar. Comencé a apartar individuos con cierto grado de arrogancia para darme cuenta que también había descuidado a Ángel, pero era bastante agudo de mente, así que esa era una preocupación menor. Y en un momento dado, logré divisar una figura en vestido de cola rojo, inolvidable. Me acerqué de nuevo a ella, en esta ocasión luciendo un antifaz de estilo veneciano de argente con fragmentos de rubí y esmeralda incrustados, y cinco plumas negras salientes de su frente. Lo saliente de su nariz y su boca sería envuelto por un pañuelo de seda blanco, únicamente descubriendo su abundante cabello, volante con sus movimientos.

-Espléndida velada. Estaba cerca de marcharme hasta que has aparecido, cielo. Un placer, soy Laura- pronunció.

-Sí, eso ya lo sé.

-Imposible. Si se nos hubieran presentado recordaría a la perfección tan agraciado rostro. ¿Bailamos?

-En esta ocasión, de acuerdo.

Permanecimos danzando una misma canción en lo que, afortunadamente, para mí resultaron horas. Había algo diferente en ella. En primera instancia en el local aparentaba ruda y descarada, pero en esta ocasión era mucho más dulce y encantadora.

-¿Sabes? No es tan extraño que nos hayamos encontrado en este lugar- afirmó

-¿Qué quieres decir con eso?

-El romance humano, en este preciso lugar, es como una cadena. Todo eslabón que arriba siempre tiene dos propósitos: enlazarse con la cadena inicial y permanecer a la espera de ser ligado con el próximo eslabón. Lo que aún no entiendo: ¿por qué no llevas máscara todavía?

No entendí nada de lo que había dicho, así que le sugerí ir por alguna bebida. Mientras recorría los laberínticos corredores de la mansión, en un momento dado, de la oscuridad surgió de nuevo Laura, con su rostro descubierto, portando dos copas de vermouth en sus manos con champán.

-¡Brindemos!- exclamó.

No soy muy fanático de esa bebida, pero esa especialmente estaba increíblemente exquisita. Entonces me ofreció seguirla hasta su habitación acompañada de un guiño, para lo que me ofrecí sin mucha demora.

La habitación era perfecta: amplia, pintada de puro blanco con matices de pan de oro. Una lámpara de araña colgaba sobre el mayúsculo lecho, con una docena de almohadas de terciopelo cubierta por una delicada cortina de seda blanca. Los cuadros barrocos que la decoraban daban aún más carisma, cerca todos de un espejo de marco de oro.

Me empujó con firmeza contra la cama.

-No te muevas. Vuelvo ahora mismo- pronunció antes de desvanecerse en la oscuridad del pasillo.

Impaciente de lo que estaba por llegar, mi mente viajaba en su creatividad. Sin embargo, lentamente mi voluntad fue recayendo, mientras mis ojos aumentaban su peso. No lo pude resistir más. Yací en aquella cama por quién sabe cuánto, y eventualmente desperté con mi compañero Ángel a mi vera. Aún duraba la oscuridad por aquel entonces. Él, aún durmiente, lucía una máscara blanca, con adornos lima simulando hojas de tréboles en el centro de su frente y debajo de sus ojos, en lo que serían sus pómulos. También poseía una ilustración pequeña de una margarita dorada alrededor de sus labios, tintados en la máscara de carmesí. Intenté repetidas ocasiones despertarlo en vano, su letargo era demasiado profundo.

Tomé la decisión de levantarme, y en un descuido acabé frente al espejo. Sin sentirla, yo también poseía una máscara en mi gesto. Esta imitaba en cierto modo el estilo de los arlequines venecianos. De nariz para abajo reinaba un blanco desgastado con adornos dorados formando pequeñas espirales, mientras que en frente y ojos se organizaban rombos alternados entre azul marino y negro, con un león dorado culminando lo más alto de mi frente. La parte que cubriría mi nariz se prolongaba exageradamente finalizando en punta, y mi pelo protegido por un sombrero de 4 puntas caídas añiles finalizadas en cascabeles.

Me dispuse a quitarme la careta para descubrir algo que me dejaría conmocionado: no tenía rostro. Lo que antaño hubiera sido una cara juvenil y vigorosa tornó en carne y hueso envueltos en una fina capa de sangre coagulada, dientes sin labios, orejas desgarradas y ojos saltones sin párpados. Había una peluca similar a lo que antaño era mi cabello en un estante cerca del espejo, la cual me puse debajo del sombrero y me recoloqué la máscara, dispuesto a huir a toda costa.

En mi desesperación por huir de ese lugar, solo logré perderme aún más si cabe en la vivienda, llegando por quinta vez a la misma habitación de la que partí. Hasta que finalmente conseguí llegar a uno de los salones principales, donde la celebración proseguía como antaño. Abriéndome paso entre la multitud avisté la puerta principal, pero cuando intenté acercarme, un antifaz veneciano en vestido de cola rojo se me interpuso en el camino.

-¡Vaya! Por fin has decidido ponerte una máscara. Te queda bien. Hace juego con el traje- dijo entre risas.

-¿Pero qué me has hecho?- grité -Monstruo, te llevaré a las autoridades.

-Eh, tranquilízate. Yo no te he hecho nada. Como a todos, el anfitrión ha decidido cambiarte la máscara que tenías antes, pretenciosa y aburrida, y otorgarte una que nos permitiera dar paso a tus adentros.

-¿Qué demonios? Apártate. Me marcho de aquí ahora mismo.

-¿En serio? ¿Crees que a la gente de ahí fuera les va a gustar tu "yo" auténtico? No. Te van a aprisionar. Te van a odiar. Te van a desterrar. Ahí fuera solo idolatran obras maestras, y tu ya no eres eso. No lo volverás a ser jamás. Si te vas, nos condenarás. A ti, por un odio perpetuo, y a nosotros, rompiendo la cadena. Quédate. Aquí. Conmigo.

Al finalizar la intervención, la puerta principal comenzó a abrirse. Y entre destellos en las tinieblas surgió una hermosa dama de dorados cabellos, castaños luceros y esbelta figura, acompañada por una sombra femenina que apenas logré distinguir, y por alguien que me resultó familiar. Era Ángel. Pero su actitud no era la de costumbre, amable y honesta, sino soberbia y vacía. Y en un dado momento, sonrió. Una sonrisa conocida, y no era la de Ángel. Una sonrisa vista hace lo que ya había resultado una infinitud en la taberna. En reconocerla, no pude evitar echarme a reír, y aún a día de hoy no he dejado de reírme. Continué bailando con mi amada hasta la medianoche. El reloj de pared de manillas de argente marcaría las 11:59.

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