Desconfía de quien dice hablar por los dioses.
Desconfía de quien dice que puede interpretar la palabra divina.
Ya sean los hombres de cabeza afeitada del Kemet, o los sacerdotes del dios del martillo y el yunque. Ellos solo son hombres que dicen hablar en nombre de lo divino, ya sea su nombre Ra o Isis, Gea o Kronos, Enlil1 o Inanna.2 Dicen tener la verdad de tu alma y de lo que pasará con ella después de muerto. Pero todo es mentira, sus dioses son muñecos de barro o de piedra, no hay un verdadero aliento detrás de sus voces.
Cuatro veces diez hombres, esos eran todos los que acompañaban a Zenobio, Wilusa, tracios, eubeos, todos unidos por el temor y el deseo de sobrevivir. Y él fue nombrado jefe, ahora que habían huido y abandonado a sus compradores. El puso rumbo al sur, donde esperaba que no hubiera monstruos, y fue seguido.
Pero en todas partes había guerra, y a veces monstruos, encontraron aldeas quemadas y saqueadas, y campesinos muertos, y una vez un campo de batalla lleno de cuerpos. Había sido abandonado hace días, los cadáveres fríos, las hogueras ya apagadas, unos pocos buitres y hienas calmando su hambre. Las heridas en los muertos eran familiares a los ojos de Zenobio y sus acompañantes, pero habían cosas nunca vistas por ellos, cadáveres de algo que parecía ser parte león, parte toro (cabeza de león sin melena, patas de toro, pero su torso era jorobado), cadáveres de algo con cabeza y pelaje de hiena, pero con una figura extrañamente similar a la humana, incluso parecía que cuando estaba vivo aquello era capaz de caminar en dos piernas.
Incluso entre los hombres las muertes eran anormales. Algunos aparecían retorcidos, estrujados, con torsos aplastados y espaldas dobladas, otros tenían sus miembros arrancados y mas allá estaban aquellos que estaban quemados, no por fuego, sino por algo que cubrió su piel de ampollas pálidas que rezumaban un pus asqueroso. Otros tenían grandes espinas clavadas, atravesando sus armaduras de escamas o sus linotórax,3 espinas huecas que parecían hechas de hueso, desagradablemente parecidas a garras. Ellos no podían imaginar que arma era la que usaba tal clase de proyectil, y con tal fuerza que atravesaba placas de bronce.
Dos días más tarde encontraron los restos de un campamento, por los estandartes luchaban bajo el mando de Hefesto, pero ahora todos estaban muertos. Muertos en sus tiendas, acostados, cubiertos por sus mantos, muertos en la tierra, con señales de haberse arrastrado y arañado el suelo con sus manos, muertos después de una agonía que los hizo desangrarse por los ojos, narices, bocas y todo orificio de su cuerpo. La Choma4 no era desconocida para guerreros pagados como ellos, pero esta enfermedad era distinta, nunca antes habían visto señales de este tipo, con la sangre abandonando sus cuerpos por los ojos y los oídos. Eran un centenar o poco menos, y había señales que de formaban parte de un ejército mayor pero fueron abandonados, el temor hizo que los dejaran morir solos.
Uno de ellos –un arcadio llamado Holeas- fue lo bastante valiente o estúpido como para saquear las posesiones de los muertos, mientras los demás se mantenían a distancia. El regresó con una coraza de bronce, un casco de bronce y dos bolsas llenas de monedas de oro, las cuales llevo siempre consigo frente a las miradas codiciosas de sus compañeros, y dormía usándolas de almohada.
Dos días pasaron y se acercaban a la costa y a la salvación. Pero Holeas tenia mal aspecto, sus ojos se hundían y enrojecían mientras sufría de violentos espasmos, y vomitó sangre. Entonces Zenobio tomó la clase de decisiones que distinguen a un líder de un simple jefe. Y degolló a Holeas mientras el comía acuclillado. Sus posesiones fueron dejadas atrás salvo las bolsas de oro, el cual fue repartido entre todos, pero Zenobio no se quedo con nada, porque no quería que nadie, ni siquiera los dioses, dudaran de que la muerte de Holeas fue para proteger a sus hombres, no por codicia.
Llegaron finalmente a un puerto, bajo el control de los seguidores de Hefesto, y fue en un barco que transportaba cereales y vasijas con aceite donde los que huían encontraron refugio, y el capitán del navío zarpó, ahora más rico en oro y con cuarenta pasajeros no esperados.
Y mientras navegaban hacia Samotracia Zenobio contó su historia al capitán, quien la contó a su vez a su jefe de remeros. Este era un egipcio de Menfis que seguía a un Dios prohibido por los envidiosos sacerdotes del Kemet, y él cuando regresó a su hogar el contó la historia a sus hermanos en la fe, y ellos elevaron alabanzas a Aquel que es Uno con el árbol y con el nenúfar, Aquel que vive en los oasis y en las selvas, el Dios que es sabio y que no se involucra en las batallas de otros dioses, porque él sabe que las llamas y la sangre son lo único que les espera a ellos y a sus fieles. El espera en el bosque, cual semilla en tierra seca que puede aguardar años, hasta que llega la lluvia y entonces brota, así brotará él para llevar nueva vida a un mundo asolado por la guerra y la desesperanza.
Y todo esto fue escrito en arcilla, para que su palabra se conserve.