Ansias de Trabajar
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Oscuridad. Un espacio cerrado y pequeño. El tiempo parecía haberse detenido.

Los diez estaban ahí de pie, inmóviles. No había gritos de pánico, sin embargo. Ninguno de ellos parecía tener miedo, estaban acostumbrados a estar de vez en cuando en esas condiciones, esperando a que alguien los liberara desde fuera.

-¿Cuánto más tenemos que esperar? ¡Me estoy hartando de estar quieto en esta caja de cartón!- gritó el que tenía la hoz en las manos, tan impulsivo como siempre.
-Lo que haga falta. Ya te hartarás de movimiento cuando nos saquen.- le replicó el de la pala.

Pasó mucho más tiempo. Los segundos se hacían horas, los días se hacían años. Ellos seguían ahí de pie, impasibles y pacientes. Pero algo andaba mal, nunca los habían tenido encerrados tan prolongadamente.

-Estoy empezando a pensar que ya no nos van a sacar más.- dijo compungido el que sostenía el rastrillo.
-¿Habrán sido capaces de cambiarnos por herramientas electrónicas?- preguntó el del hacha. -Vale que yo puedo ser un poco lento a veces, pero no hay motosierra que iguale mi eficacia. ¡Sin gasolina ni electricidad, y en total silencio!
-No seas pesimista, es imposible que nos cambien por esos trastos.- le calmó el de la regadera, que hasta ahora no había dicho nada. -Fíjate en mí. Costaría mucho crear un sistema de riego que sabe qué hay que regar, cuándo, cómo y con qué. Y tú igual, y todos. Somos un equipo irremplazable.
-¿Y entonces por qué no nos sacan? ¿Les habrá pasado algo?
-¡Al carajo, ahora mismo corto la caja y voy a ver qué pasa!- gritó el de la hoz con su ímpetu habitual.
-¡No te muevas!- le dijo el que nunca se separaba de su pulverizador de insecticida.
-¿Por qué no? Quiero saber lo que pasa.
-Te aguantas. Recuerda, ninguno puede moverse todavía. ¿Has olvidado tu juramento?
-¿Cómo voy a olvidarlo? Todos hicimos el mismo juramento aquél día.
-Pues aparta la curiosidad de tu cabeza adornada con ese gorro puntiagudo y quédate ahí.-exclamó en tono firme. -Nos quedaremos aquí quietos así caiga un meteorito que destruya el planeta y todo cuanto haya en él.

Nadie habló más por ese día, ni por el siguiente, ni por otro. No fue sino hasta una semana después que se volvió a romper el silencio.
-¿Habéis pensado lo que pasaría si ya no se nos necesitara?- preguntó el que tenía un rastrillo.
-No seas ridículo, el propósito para el que existimos es necesario para cualquier sociedad.- repuso el de la regadera.
-¿Y si ya nadie tiene jardines, ni huertas, ni bosques? ¿Qué ocurriría si los cambian por máquinas que hacen lo mismo que los árboles pero no necesitan a nadie que las cuide?
Antes de que le pudieran responder, el pequeño habitáculo empezó a temblar.
-¡Alguien ha agarrado la caja!- gritó uno de los dos que estaban armados con un subfusil.
-¡Por fin, se acabó la inactividad!
A pesar de que los diez se mantenían rígidos como estatuas, dentro del diminuto espacio se respiraba un ambiente de júbilo y gozo que sustituía la monotonía habitual. Aunque desde fuera era imperceptible.

La luz inundó la habitación, y unas manos gigantes fueron sacando a los diez de donde estaban. El panorama exterior era algo que solían ver desde hacía relativamente poco, muy distinto a lo que desde tiempos inmemoriales estaban acostumbrados. Hombres y mujeres de enorme tamaño vestidos con batas blancas, trajes, atuendos militares, monos naranjas…
Los diez ya conocían a esa gente, quienes solían señalarles con el dedo mientras se referían a ellos diciendo una serie de letras y tres números. No se comportaban como dueños de una casa de campo, aquél era más bien un lugar de trabajo. Pero ya podía ser una refinería de petróleo o un matadero de cerdos, daba igual. Mientras hubiera un jardín, ellos estaban contentos.
-Ahora que han clasificado a SCP-ES-054 como seguro, ¿qué vas a hacer con ellos?- dijo alguien a sus espaldas.
-He pensado dejarlos ahí fuera, en los jardines. Unos buenos cuidados sin descanso estarán bastante bien, y además el color hace juego con la fachada.
-Estoy de acuerdo. Además, podremos verlos trabajar en nuestros ratos libres.

Por fin, los pasillos terminaron tras una puerta y llegaron al exterior. Uno a uno, los diez enanos de jardín fueron colocados de pie sobre el césped. Los humanos empezaron a hablar de un tema irrelevante y se alejaron.
-Por un momento he creído que iban a rompernos otra vez. -suspiró el del hacha, recordando su accidente laboral.
-Yo también, esta gente está mal de la cabeza.
Los enanos rompieron su inmovilidad y se reunieron en el centro del jardín.
-El sitio está bastante descuidado. Todos tenemos trabajo.
-Yo voy a empezar podando ese roble.
-En cuanto acabes, nosotros dos quitaremos las hojas secas y las pondremos ahí.- dijo el del rastrillo, al lado del que portaba un carro de mano.
-Ese arbusto de moras está infestado. Más les vale a esos bichos rezar cuanto sepan.- declaró el del pulverizador de insecticida, preparando su herramienta.
-¿Cuánto hace que no riegan esta hierba?- preguntó el de la regadera, mientras dentro de esta iba apareciendo agua como si un grifo invisible la llenara.

Una vez los diez enanos se hubieron puesto de acuerdo en sus tareas, se alinearon codo con codo en línea recta, firmes como estacas.
-¿Qué están haciendo? ¿Por qué se ponen así?- reflexionaba en voz alta un hombre trajeado que estaba mirándolos.
-No sé. Es como si estuvieran recitando un juramento, o cantando un himno antes de ponerse a trabajar.- le respondió una mujer de bata blanca, de pie a su lado.
-Sí, resulta incluso gracioso. ¿Te imaginas qué dirían si supieran hablar?
-A veces. Pero nunca hablan, así que siempre será un misterio lo que haya en sus cabecitas de cerámica.
Mientras los dos humanos terminaban su café, los enanos rompieron la formación y se dispersaron por el jardín, prestos a comenzar sus respectivas tareas.

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