Un Heraldo en la Corte del Rey Ahorcado
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Donde el afótico mar una vez negó,
Lo que un amarillento cielo reflejó.

Y estrellas negras reinando, sin ascenso
Ecos de aquello, nunca existiendo.

Una ciudad de eras antiguas levantada,
Sobre los huesos de incontables crímenes acomodada.

Más extraño aún se encuentra abovedado,
El tribunal del caos de conflictos y el pecado.

La danza de la locura aquí sin control,
Mientras cada uno debe jugar su rol.

Para aquellos más allá de nuestra mortal sensatez,
Morimos y vivimos, y morimos otra vez.

Nuestro Señor sobre su trono yace retorcido,
Ante su gloria, nos arrepentimos,
Con esto, nuestra sangre, está el Rey Ahorcado,
Para que, sobre sus cuerdas, quedemos sofocados.

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Prefacio:

Te escribo, querido lector, desde cierto nexo bibliotecario. He hecho un trueque con las sombras y esperado a que mi último diario de viaje, pieza a pieza, alcance las palabras infinitas: ellos saben de las esquinas oscuras, los lugares secretos y las Puertas de Jano, desde donde entrego mis folios.

Sangro palabras y me he obliterado sobre estas páginas para tu entretenimiento e iluminación.

Un Heraldo en la Corte del Rey Ahorcado:

Recuerdo el copioso aroma de flores marchitas como si luchara contra un olor metálico y afilado por la supremacía - ninguno de los persistentes olores capaz de dispersar al otro. Aferrado a mis garras había un grimorio ligado a la carne, el malhumorado tomo mordiéndome la mano a la primera oportunidad. Me sentí familiarizado con su contenido, como si hubiera terminado de leerlo momentos antes, y hubiera regresado el malévolo tomo a su estante.

En retrospectiva, no soy capaz de recordar ni una palabra de él.

Allí se desarrolló una picazón en mi ojo izquierdo. Instintivamente tratando de calmar la irritación con un rasguño, mi garra se deslizó sobre una superficie pulida. Una máscara de porcelana, aparentemente inamovible, que disfrazaba mis rasgos.

Crasité frustrado, la cruel picazón más allá de mi alcance.

Una entidad alta y cónica meneaba diversos apéndices y pregonó un shhhh. El Frmmmk'l Frmamem de Frm tenía razón para estar molesto como lo estaba yo, después de todo, dentro de una biblioteca. Cediendo mi cabeza en tono de disculpa, me despedí del bien llamado Ateneo de las Lenguas Arrancadas, ansioso por explorar.

Llegué al Salón de la Virtud Mercurial a velocidad anómala, sin darme cuenta de lo ocurrido entre el aquí y el antes. Tal era la naturaleza de Alagadda, las limitaciones del tiempo y el espacio siendo mera sugestión, no ley. Incluso como un errante experimentado, también sucumbí al malestar de ensueño de la ciudad.

El Salón de la Virtud Mercurial difuminaba la línea entre lo hermoso y lo grotesco. Peregrinos y emperadores, dioses y monstruos; entidades desde todas las realidades posibles jugando su rol en la eterna mascarada. Conducidos por una ambición tan negra como las mismas estrellas en el firmamento, muchos buscaban una bendición desde el mismo Rey Ahorcado.

Mis garras chasquearon al unísono, mi mente sobreestimulada por la gran cámara y sus curiosos habitantes. Una imagen decadente de glamour insidioso, Alagadda era apenas el reino sombrío previsto inicialmente. Un apodo tal como "El Rey Ahorcado" conjuraba imágenes de muerte y decadencia, desolación y desesperación - no de jolgorio. Mis ojos contienen dieciséis receptores espectrales y aún así solo observo rojo, blanco, amarillo y negro - la combinación de colores inesperadamente limitada. Más extraño aún era el sabor persistente de color púrpura - casi escondido entre el hedor de sudor lujurioso y dulces carnes.

Intenté ignorar la perpleja mirada feroz de la anarquía y observé una esquina (relativamente hablando - con Alagadda siendo la epítome de la arquitectura no-euclidiana).

Algunas observaciones son simplemente demasiado obscenas para mí para añadirlas a la escritura; sin embargo, cuando consideramos a la orgía infinita, uno simplemente permite volar a su imaginación. Lo que sea que puedas concebir - lo encontrarás dentro del Salón de la Virtud Mercurial. Basta decir, espera ver un arreglo diverso de órganos de oprobio - usualmente entrelazados con otros órganos de oprobio. Lo cual me trae a mi primera observación:

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Un Tallador de Carne de Adytum, con su máscara pálida y asimétrica, acariciando a una Vestal de Sangre de los Daeva con una mano y un tentáculo - los dos susurrándose secretos terribles en los oídos del otro. Sus auras revelaban una historia interconectada, su cópula prácticamente incestuosa desde mi perspectiva. Mi glándula de repulsión casi se llenó, y vi algo más sabroso para mis sentidos.

Un Herrero de Sueños Centaurial de Oneiroi negociando con el Imperecedero Mercader de Londres, el más cercano a lo real teniendo la aparente ventaja. El Mercader escupió jerga legal, articulando nasalmente sus términos de acuerdo. No detecté ni pasado ni futuro en el Herrero de Sueños, aunque es dificultoso leer a una existencia efímera. En contraste, el Mercader arrojaba una larga sombra, desde donde almas muertas se acumulaban y apuntaban con dedos acusadores.

Un trío de diosecillos, entidades a menudo pensadas en oposición, se burlaban de sus fieles mortales - sus lenguas de púas escupiendo veneno y condescendencia. Los tres consistían de un Tirano Cornudo de Panthiss, un Duende Algarabía de X'nol'zok'thussss'i, y un Querubín Jerarca de Eldonai. En medio de los diosecillos residía un altar, tallado con símbolos que se retorcían, difuminaban y bullían.

Un servidor quitinoso entregó una cría al altar donde uno debería servir una comida. Con la daga alzada, el retenedor cantó palabras que escapaban a la traducción. Aparté la mirada, no deseando mirar el golpe mortal. Oí a la hoja entrar en la carne y la sangre derramarse.

El sirviente quitó al cadavérico cuerpo y rindió una reverencia antes de desaparecer en un pestañeo. La cena estaba servida y los cultífagos parecían satisfechos; festejando no de la víctima sino del simbolismo de la atrocidad. Los símbolos, recuerdo, tienen poder en tales criaturas.

Llevando mis ojos al cielo, contemplo a los legendarios Señores Enmascarados de Alagadda:

El Señor Blanco, Portador de la Máscara Diligente - un aspecto de porcelana con ojos estrechos, su boca poco más que una línea plana.

El Señor Amarillo, Portador de la Máscara Odiosa - un aspecto de porcelana con el ceño fruncido, sus labios acurrucados en una mueca de odio.

El Señor Rojo, Portador de la Máscara Alegre - un aspecto de porcelana con ojos amplios y maníacos, una sonrisa que abarcaba de mejilla a mejilla.

No vi ninguna señal del Señor Negro, Portador de la Máscara Angustiosa. No era para la sorpresa, pues supuestamente lo exiliaron a cierto remanso dimensional olvidado. Está escrito que la causa era de naturaleza política, aunque se desconoce por qué en específico. Es difícil imaginar la intriga de la corte de un lugar como este.

Mis plumas se levantaron con un escalofrío repentino. El espanto comenzó a envolverse - transformando la música de mis corazones duales en una disonancia. Un extraño, ágil y sable, hizo su opulenta entrada. Acompañado de un cenáculo de sicofantes arlequines y guardias de papel. No llevaban máscara, sus rostros vacíos una aberración entre la mascarada.

Mi esperanza disminuyó en la presencia del Embajador de Alagadda.

Su título era un nombre poco apropiado, la designación incapaz de abarcar la totalidad de su poder y prestigio. El Embajador de Alagadda era la Voz del Rey Ahorcado, su voluntad hecha manifiesto, y al cual incluso los Señores Enmascarados inclinaban sus cabezas fantoches.

Escogí la mejor parte del valor e hice una retirada casual. El palacio era un laberinto, carente de rima o razón. Borrachos estaban los dioses de la física, arriba y abajo sin significado - retorcidos por esta ciudad pandemonio.

Me encontré conmigo mismo varias veces, siempre ubicado en algún lugar inalcanzable - iteraciones de mis yo pasados y futuros. Mi indumentaria era roja, amarilla, blanca, negra, y totalmente llamativa; Aparentemente estaba más preocupado con la imposición del ropaje de Alagadda que del entrelazado del tiempo.

Y entonces, un terror creciente - una amenaza invisible acercándose rápidamente.

Existía un vacío donde una memoria debería haber estado, consciente de mi llegada. Desnudo en mi ignorancia, me estremecí cuando la escalofriante penumbra me abrazó. El viento se apiadó y cantó su canción de tristeza - mientras disminuía, me susurró una advertencia: "Aquí hay una tragedia".

Yo veía la sombra de Alagadda, una amalgama de herrumbre, podredumbre, y miseria - una ciudad muerta al final de todas las cosas. Paseando por sus calles vacías, pasé por encima de banderas desgarradas y vidrios rotos. El polvo dio la persecución, concediendo la vida a través de mis divagaciones descuidadas. El palacio ha llegado a la ruina, sus una vez espléndidas puertas arrancadas de sus goznes.

El Salón de la Virtud Mercurial estaba desprovisto de vida, una tumba para la carencia y la vanidad. En el centro del salón había un agujero abierto - no, no simplemente un agujero; más bien una herida abierta. Un icor viscoso brotó de la abertura, una sustancia de color ámbar impregnada con el aroma enfermizo de creación fallida.

Entré en la herida, reptando hacia las entrañas de Alagadda. No sé lo que me venció, nunca tuve pensado llegar tan lejos. ¿Acaso quería jugar este rol desde el comienzo? Desde donde resido ahora, puedo ver hacia atrás y vislumbrar las cuerdas de la marioneta. Recuerdo muy poco de mi descenso - solo el deseo singular de encontrar qué había escondido entremedio. Era un erudito, un explorador, y haría bien mi parte.

Las reglas quebradas del tiempo y el espacio me invocaban en otro lugar otra vez. Una habitación sin ventanas de una humilde piedra, oculta en una capa de niebla sepia y despojada de la opulencia tan común en Alagadda. No sentí ningún nombre entre sus envueltos pasillos. Un vapor enfermizo se deslizó a mi alrededor, saturado con el perfume de libros madurados. En el muro lejano había un tramo de escaleras descendiendo en espiral, con sus escalones crudos y desiguales - comparativamente primitivos con la ciudad arriba (o abajo; no pude saberlo).

Y aún así, para el aburrimiento de mis lectores, avancé - enfrentando la banalidad de más escaleras. Me sentí como si yo fuera el legendario Xitheus, Retenedor de la Corona Fúngica - quien indagó a través del Fangal de las Tres Millones de Inconveniencias. Un paso, luego otro - todo bastante sencillo. Mientras me acercaba al fondo comencé a oír susurros - hablados en una lengua que no podía entender. ¿Cliché? Quizás si esto fuera un trabajo de ficción, pero que sepas que las palabras del caos representan la advertencia universal de que te has aventurado muy lejos (Consulta Leyes de Otro Mundo y Constantes Universales para aprender más).

Un paso, luego otro, y sentí mi alma arder en llamas - inmolando el ego y arrojando las secuelas psíquicas al viento como brasas. Alrededor y alrededor mis fragmentos giraban - tirados por la gravedad de algo incalculablemente vasto. Yo era como si fuera - un sentimiento fugitivo ante una inteligencia antigua.

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Aquí entre los muertos soñadores,

Soy ceniza,

Ascuas,

Y plumas ardientes,

A la deriva a través del firmamento.

Llevadas por el viento,

Como si mis alas no fueran vestigiales

A la tierra estoy anclado

Por la asesina gravedad.

Soy reformado,

Solo para ser destrozado,

Otra vez,

Y otra vez

Cada trozo

Restos reciclados,

De quien solía ser.

Me volví sangre,

En las manos de criminales.

Me volví el lazo

Alrededor de mi propia garganta

Desde la muerte me vuelvo

Un paso más cerca a lo real

Desde dentro del centro del caos mis fragmentos sintieron las vibraciones de un gran grito, una emanación viva de angustia enloquecida. La materia y la forma se enamoraban y reunían alrededor de la herida existencial. Ni sagrado ni profano, el Rey Ahorcado tomó forma - los fragmentos de mi ego volviéndose unos con los muros de su salón del trono y calabozo.

La entidad velada, asfixiada por una soga de espinas, retorciéndose sobre su trono - atado a su lugar por grilletes, ganchos, y lanzas. Allí, inmóvil por el grito cósmico, estaba de pie el Embajador de Alagadda. Aunque eclipsado por el Rey Ahorcado, los dos eran de un semblante similar - una semejanza no compartida con los habitantes de su reino.

El Rey Ahorcado se lanzó a su torturador, más primal que real - sus rostros a un mero aliento de distancia. El Embajador, insensible y calmado, levantó el velo con una mano de ébano.

En lugar de una cara, contemplé un rostro de nihilidad - un agujero con la forma de un dios.

Todo era vacío.

Primero llegó un aroma familiar - un toque de vainilla, una gota de cítricos, con un fijador de moho y olor a humedad.

Abrí mis ojos y vi una antorcha radiante con fuego espectral. Los estantes rebosantes de tomos tanto sobrenaturales y mundanos.

Metí un dedo en una vasija de barro a mi izquierda, revolviendo los contenidos dentro. Satisfecho, retiré una garra ahora mojada en tinta, la coloqué sobre un rollo de pergamino, y comencé a transcribir mi experiencia desde la memoria.

Ickis el Veleidoso, Heraldo de Kul-Manas - Caminante del Plano Astral, Marinero del Mar Celestial, y Espeleólogo de las Profundidades Dimensionales

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