Un Asunto de Percepción
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Tienes once años, un niño entre otros diecisiete de tu clase. Todos se sientan en un semicírculo de sillas incómodas, escuchando atentamente a tu profesora mientras ella te da tu primera lección de Educación Sexual. Ella explica los cambios que sus cuerpos en desarrollo atravesarán cuando alcancen la pubertad, uno a uno. Te preguntas por qué alguien querría pelo en tantas partes. El pensamiento de afeitarte el rostro cada día te llena de miedo. La proposición de un sueño húmedo te asquea.

Das una mirada alrededor del salón, perdido en tus pensamientos. ¿Por qué todos los demás se ven tan… emocionados? ¿Ellos quieren una barba? ¿Ellos quieren ser tan grandes, tan altos? No tiene ningún sentido para ti. ¿Ellos saben algo que tú no? Quizás te acostumbras después de un rato, piensas para ti. El miedo persiste en el fondo de tu mente.

La lección se convierte en una especie de Preguntas Y Respuestas. Todos tendrán la oportunidad de preguntar algo sin vergüenza. Eres el primero. Dieciocho pares de ojos se entierran en ti desde todas las direcciones. Te miran anticipadamente. Tu garganta se siente seca. No tienes ninguna pregunta, ¿pueden saltarse tu turno? Todos te están mirando. ¿Tienen que hacerlo? Quieres gritarles que se detengan, que cierren esos ojos malditos y te liberen.

La maestra exclama en agonía. Tu mano aplasta la tráquea del último soldado, desprendiendo la cabeza limpiamente. Te encorvas sobre el cadáver, llevando tus manos dentro del torso. La carne y el hueso se vuelven suaves alrededor de tus dedos, derritiéndose en una opaca pasta rosa. Fluye en tus uñas rápidamente, absorbida en segundos. Por un momento, sientes alivio.

Tienes trece años, presionando tu cabeza contra el espejo del baño. Un solo cabello, oscuro contra tu piel pálida, sale de tu mejilla. Se siente como una araña peluda debajo de tu piel, presionando una pierna delgada cual aguja a través de ella hacia el aire libre. Tomas la navaja de tu padre de un cajón. Está limpia, y brilla cuando la acercas a la luz. Respiras profundamente.

La cuchilla es fría en tu mejilla. Se siente mal, por alguna razón, cuando la mueves contra el cabello. La retiras, y notas que te has cortado a ti mismo. Un pequeño chorro de sangre emerge de la herida, charcándose en el suelo alrededor de la cabeza cercenada. La levantas con tus manos, aplastándola en líquido. Hay otro soldado, escondiéndose detrás del arbusto, pero no te ve, así que está bien. Respiras profundamente, deleitándote en tu renovada invisibilidad. Hay un zumbido en el aire, el sonido mecánico de las palas de helicópteros acercándose.

Tienes quince años, mirando a tu cuerpo sin camisa en el espejo. Es demasiado delgado, te dice tu madre, pero eso es lo que odias menos. Todo está mal; tus hombros son parásitos gigantes, hinchándose debajo de tu piel, y los zarcillos que se conectan son demasiado largos para ser considerados brazos. Incluso tus cejas se sienten mal, una gruesa mancha de carbón que no puedes limpiar. Sientes como si alguien hubiese desfigurado cada parte de ti, doblado y estirado tus huesos como arcilla suave antes de dejar que se cocinen y endurezcan como diamantes. Lo peor de todo es tu rostro, una monstruosidad rectangular toscamente tallada de roca pálida. Tu padre te dice que finalmente te estás volviendo un hombre; ya eres más alto que él. Te hace querer vomitar.

Has empezado a dejarte crecer el cabello, pese a las objeciones de tus padres. Tus compañeros de clase han empezado a notarlo, mirándote de manera extraña. Uno dice que luces como un integrante de los Beatles. No entiendes por qué les extraña que quieras dejarte el cabello largo. No entiendes por qué te miran tanto. Aún mirándote en el espejo, pones tu rostro entre tus manos y te permites llorar, con las lágrimas cayendo hacia el suelo lodoso del bosque. Te miraron, los ocho. Tus ojos se presionan contra tus palmas pero sabes que te vieron como lo que eres. Sientes su mirada en ti, atravesando tus manos y mirando tu rostro en su totalidad. Es insoportable. Sabes dónde se encuentra cada uno de ellos, desde qué dirección te están mirando. Tienes que hacer que pare.

Tienes diecisiete años, de pie en la sección de ropa femenina en una tienda local. Observas las faldas desde la distancia. Quieres la negra, decides. ¿Y si alguien te ve? Vistes jeans largos, una chamarra holgada y una mascarilla N-95. ¿Qué pensarán de ti? ¿Travesti, pervertido, fetichista? Solo hay unos cuantos compradores en la tienda, pero estás al tanto de todos ellos por igual. Quizás con la máscara ocultando la mayor parte de tu rostro te ignorarán.

Suficiente. Necesitas hacer esto. Tomas la falda negra y la ocultas bajo tu hombro, caminando tan rápido como puedes hacia la caja. Tu pie golpea una imperfección en la cerámica del suelo, tropezándote. Dejas caer la falta y te sostienes de un tendedero cercano para apoyarte, logrando no caerte por completo. Pero el daño está hecho. Todos, desde la cajera hasta la chica probándose los zapatos al fondo, han volteado a mirarte. Ellos saben. Tu corazón late furiosamente en tu pecho.

Murmuras una patética disculpa y te agachas en los pasillos. Unos buenos cinco minutos pasan antes de que finalmente te dirijas hacia la caja, pagues por la falda, y abandones la tienda. En el momento que pones un pie fuera, corres hacia el escuadrón. Ocho rifles automáticos abren fuego, con el aire explotando sonoramente. Balas atraviesan tu cuerpo, sangre y carne salpicando alrededor de ti. No importa, tus huesos son gruesos, irrompibles, inmutables. Azotas tu brazo contra el torso de un soldado, lanzándolo hacia un árbol. Para cuando cae, no es nada más que un charco rosa en el suelo. El segundo soldado levanta su arma para cubrirse, pero tomas su pierna, desgarrándola de su cuerpo en un parpadeo. Él cae al suelo.

Tienes dieciocho años, caminando hacia la gala de tu escuela en un vestido negro. Te encanta, pero odias cómo se ve en ti. La forma en que tus hombros se abultan bajo la tela, el modo en que las mangas cuelgan de tus largos brazos. Te sientes expuesta, como un monstruo imponente en una fachada patética. ¿Por qué hiciste esto? Ni siquiera tienes una cita.

Tomas un cóctel colorido y deambulas por el pasillo, moviéndote a través de cientos de adolescentes. Algunos de tus compañeros de clase se detienen para mirarte. ¿Por qué viniste aquí? Alguien se ríe detrás tuyo. Escuchas un insulto. ¿Qué querías probar? Tantos ojos. Saludas a un grupo a quien solías llamar como tus amigos. Te miran como los demás, observando juzgonamente.

Pensaste que esta vez sería diferente. Que saltarías en las aguas heladas y dejarías atrás tu miedo. Pero te equivocaste. Encuentras un pilar donde apoyarte. Tienes miedo. Todos lo saben. Ven todo de ti, una deformidad, una abominación, arrastrándose y forzándose en una figura humana. Por qué no dejan de mirar. Sorbes de tu bebida. Sabe a ácido. Tu cabeza da vueltas. Cierras los ojos, tratando de silenciar el exterior, pero no tiene caso. Siempre supiste cuando alguien te estaba mirando. Siempre tenías que estar consciente, sintiendo esos incontables ojos juzgones atravesar tus máscaras y contemplar tu persona desnuda.

Es un hecho. Es la realidad. No puedes cambiarlo más de lo que puedes cambiar tus huesos malditos, las barras deformadas de tu prisión. Es en este momento que la verdad ciertamente te golpea, y los desgarras como ramas, uno tras otro. Tu carne está rasgada y quemada y plagada de agujeros, pero se regenera rápidamente alrededor de tu esqueleto eterno. Los soldados caen, sus armas destrozadas, sus propios cuerpos convertidos en sopa a tus pies. Te inclinas, bebiéndolos con tus dedos y tu boca.

Oyes pasos detrás de ti. Es el soldado de antes, el que se acobardó en los arbustos. No le prestas atención; sabes que sus ojos están cerrados. Está bien. No te ha visto. No te conoce. Terminas tu comida, y tu visión se ennegrece. Hay algo en tu cabeza, alguna clase de bolsa. No importa. La tranquilidad te llena. Te sientas y descansas.

No sabes qué edad tienes, pero sabes que estás atrapada. Una prisión de acero rodea tu cuerpo, frío, preciso, y sin sentimientos. Y tu cuerpo a su vez atrapa a tu mente, una prisión de huesos distorsionados más duros que el metal bajo tus pies. Duermes, quedándote en el comfort de no tener un rostro. Pero con el tiempo, incluso eso se desvanece, y rezas solo por tu liberación.

En ese aspecto, al menos un hombre está más que feliz de complacerte.

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